AUTOR DEL BLOG DE LA UNIVERSIDAD DE DOGOMKA

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El cielo me ha fascinado desde que tuve uso de razón. A los 13 años de edad realicé un trabajo acerca del Sistema Solar en la escuela y gané un premio junto con mis compañeros Juan, Eugenio, Fernando y Modesto, mi tía Paqui me obsequió con mi primer libro de astronomía, escrito por José Comás Solá, estudiando este libro, nace mi vocación por la astronomía. Cada noche salía al campo para identificar y conocer las estrellas, solía llevar conmigo unos binoculares y pasaba largas horas viendo el firmamento. Mi madre me regaló mi primer telescopio. Me formé como matemático y estudié complementos de astronomía posicional y astrofísica teórica, colaboré escribiendo artículos tanto en inglés como en español para tres revistas: «Sky and Telescope» (EE.UU.); «The Astronomer» (R.U.) y «Tribuna de Astronomía» (España) entre 1982 y 1988. Actualmente tengo 60 años y estoy estudiando un posgrado sobre Historia de la Ciencia y la Tecnología, Filosofía de la Ciencia y Lógica en la UNED, estoy prejubilado.

domingo, 7 de abril de 2024

EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO: EL SALTO AL ABISMO DE CARLOS CASTANEDA (EL LADO ACTIVO DEL INFINITO)

 




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EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO

EL SALTO AL ABISMO

Un relato incluído en el undécimo libro de Castaneda

«EL LADO ACTIVO DEL INFINITO»

Texto, comentario e interpretación


El texto original en inglés «The active side of infinity» fue publicado simultáneamente en los Estados Unidos y Canadá en 1999, en esta versión de bolsillo, del año 2000, un crítico literario de NEW YORK TIMES comentó que «Somos increíblemente afortunados de contar con la obra de Carlos Castaneda y con ello, no exageramos con el significado que todo lo que nos ha dejado». El texto que inserto a continuación ha sido traducido por mí a partir de este libro.

    EL SALTO AL ABISMO

Un solo sendero subía a la plana meseta. Después de llegar, me di cuenta de que no era tan extensa como parecía al contemplarla a la distancia. La vegetación de la meseta no difería de la vegetación de abajo; arbustos verduscos y de tallo leñoso que tenían la apariencia ambigua de árboles. A primera vista no vi el abismo. Sólo al conducirme allí don Juan, tuve conciencia de que la meseta terminaba en precipicio; en verdad, no era meseta, sino la cima plana de una montaña. Era redonda y las laderas al este y al sur estaban desgastadas; sin embargo, los lados que daban al oeste y al norte parecían haber sido partidos por un cuchillo. Desde el borde del precipicio podía ver el fondo del abismo, quizás a una distancia de unos doscientos metros. Estaba cubierto de las mismas plantas leñosas que crecían por todas partes.

    Antes de llegar allí, don Juan me había dicho que su tiempo sobre la tierra había llegado a su fin. Partía en su viaje definitivo. Sus pronunciamientos fueron devastadores para mí. Perdí el dominio sobre mí mismo, y entré en un estado de éxtasis fragmentado, quizá semejante a lo que experimenta la gente que sufre una crisis mental. Pero quedaba de mí un fragmento central cohesivo: el yo de mi niñez. Lo demás era vaguedad, incertidumbre. Había estado fragmentado por tanto tiempo que el regresar a ese estado fragmentado era la única salida de mi devastación.

Don Juan, su cohorte don Genaro, dos de sus aprendices, Pablito y Néstor, y yo, habíamos ascendido a esa montaña. Pablito, Néstor y yo estábamos allí para hacernos cargo de nuestra última tarea como aprendices: saltar al abismo, un asunto muy misterioso que don Juan me había explicado en varios niveles de conciencia pero que sigue siendo un enigma para mí hasta hoy día.

Don Genaro interrumpió, diciendo que otros guerreros-viajeros anteriores a nosotros también habían estado sobre esta misma meseta antes de emprender su viaje a lo desconocido. Don Juan me miró y en voz baja dijo que pronto entraría yo en el infinito con la fuerza de mi poder personal, y que don Genaro y él estaban allí sólo para despedirse de mí. Don Genaro de nuevo interrumpió y dijo que yo también estaba allí para despedirme de ellos.

-Una vez que entres en el infinito -dijo don Juan-, no puedes depender de nosotros para regresar. Se necesita tu decisión. Sólo tú puedes decidir si regresas o no. Debo también advertirte que pocos guerreros-viajeros sobreviven este tipo de encuentro con el infinito. El infinito es seductor hasta no más. Un guerrero-viajero descubre que el regresar a un mundo de desorden, compulsión, ruido y dolor es algo muy desagradable. Tienes que saber que tu decisión de quedarte o regresar no es cuestión de selección racional, sino cuestión de intentarlo. Si eliges no regresar -continuó-, desaparecerás como si la tierra te hubiera tragado. Pero si eliges regresar,tienes que amarrarte el cinturón y esperar como un verdadero guerrero-viajero hasta que termines tu tarea, fuese la que fuese, que concluya en éxito o en fracaso.

Un cambio muy sutil empezó a llevarse a cabo en mi conciencia. Empecé a recordar caras de personas, pero no estaba seguro de haberlas conocido jamás; un sentimiento extraño de angustia y afecto me empezó a afectar. La voz de don Juan ya no se oía. Extrañaba a personas que sinceramente dudaba haber conocido. De pronto, vino sobre mí un cariño insoportable por esas personas, quienes fueran. Mis sentimientos hacia ellos iban más allá de las palabras, y a la vez no podía decir quiénes eran. Solamente sentía su presencia, como si lo hubiera vivido anteriormente, o como si tuviera sentimientos para personas que conocí a través de mis sueños. Presentí que sus formas exteriores cambiaban: empezaron siendo altas y terminaron bajitas. Lo que quedaba intacto era su esencia, la cosa misma que me producía este sentimiento insoportable por ellos.

Don Juan vino a mi lado y me dijo: «El acuerdo era que te quedaras en la conciencia del mundo cotidiano». -Su voz era brusca y autoritaria-. «Hoy vas a cumplir con una tarea concreta -siguió-, el último eslabón de una larga cadena; y lo tienes que hacer en tu máximo estado de razón», fue la primera vez en que oí a don Juan dirigirse a mí en ese tono, era un hombre del todo distinto y a la vez, lo conocía bien, lo obedecí y regresé a la conciencia del mundo cotidiano. No sabía, sin embargo, que lo estaba haciendo. A mí me pareció, ese día, que me había sometido a don Juan por temor y respeto.

En seguida, don Juan se dirigió a mí en el tono al que estaba acostumbrado: «El sostén del guerrero-viajero es la humildad y la eficacia, el actuar sin expectativas y el resistir cualquier cosa que le surja en el camino». En aquel momento me sobrevino otro cambio en mi nivel de conciencia. La mente se me enfocó en un pensamiento o en un sentimiento de angustia. Supe entonces que había hecho un pacto con unas personas para morir con ellas, y no podía recordar quiénes eran. Sentí, sin duda alguna, que estaba mal que muriera solo. Mi angustia se volvió insoportable.

Don Juan volvió a hablarme: «Estamos solos. Ésa es nuestra condición, pero el morir solo no es morir en un estado de soledad». Empecé a respirar profundamente, sorbiendo aire para borrar la tensión. Al respirar, se me aclaró la mente. «La gran cuestión con nosotros los machos es nuestra fragilidad -siguió-. Cuando empieza a acrecentarse nuestra conciencia, crece como una columna, justo en el punto medio de nuestro ser luminoso, desde abajo hacia arriba. Esa columna tiene que llegar a bastante altura antes de poder uno contar con ella. En este momento preciso de tu vida, como chamán, fácilmente puedes perder dominio sobre tu nueva conciencia. Cuando haces eso, se te olvida todo lo que has hecho y visto en el camino del guerrero-viajero, porque tu conciencia regresa a la conciencia de tu vida cotidiana. Te he explicado que la faena de todo chamán es reclamar para él todo lo que ha hecho y lo que ha visto en el camino del guerrero-viajero cuando entraba en otros niveles nuevos de conciencia. El problema con cada chamán es que se olvida fácilmente, porque su conciencia pierde el nuevo nivel y se cae al suelo en un abrir y cerrar de ojos».

«Comprendo exactamente lo que me está diciendo, don Juan -le dije-. Quizás sea ésta la primera vez que he llegado a la plena realización de por qué me olvido de todo y recuerdo todo después. Siempre creía que mis cambios eran debidos a una condición personal. Ahora sé por qué suceden esos cambios, pero no puedo expresar en palabras lo que sé». 

«No te preocupes por las palabras -dijo don Juan-. Tendrás, al momento debido, todas las palabras que quieras. Hoy tienes que actuar desde tu silencio interior, desde lo que sabes sin saberlo. Sabes a la perfección lo que tienes que hacer, pero este conocimiento todavía no lo tienes completamente formulado en tus pensamientos».

Al nivel de sensaciones o pensamientos concretos, sólo sentía la vaga sensación de que sabía algo que no formaba parte de la mente que tenía. Tuve, en seguida, el sentimiento más claro de haber dado un enorme paso hacia abajo; algo pareció caerse dentro de mí. Fue casi como una sacudida. Supe en ese instante que había entrado en otro nivel de conciencia.

Don Juan me dijo que era obligatorio que un guerrero-viajero se despidiera de todos los que dejaba atrás. Debe decir sus adioses en una voz fuerte y clara para dejar grabados su grito y sentimientos en esas montañas para siempre.

Permanecí en espera durante mucho tiempo, no por vergüenza, sino porque no sabía a quién agradecer. Había absorbido interiormente el concepto de la brujería de que el guerrero-viajero no le puede deber nada a nadie. Don Juan había metido en mí un axioma de chamán: Los guerreros-viajeros pagan elegante, generosamente y con una ligereza sin par, cualquier favor, cualquier servicio que se les ha rendido. Así se deshacen de la carga de llevar deudas. Les había pagado, o estaba en proceso de pagarles, a todos lo que me habían honrado con su atención o cuidado. Había recapitulado mi vida a tal extremo que no había dejado piedra sobre piedra. Creía en verdad en aquel tiempo que no le debía nada a nadie. Le comenté a don Juan mis creencias y mi vacilación. Dijo don Juan que indudablemente había recapitulado mi vida totalmente, pero añadió que estaba muy lejos de estar libre de toda deuda.

-¿Y qué de tus fantasmas -siguió-, los que ya no puedes tocar?

Sabía a lo que se refería. Durante mi recapitulación, le había contado cada incidente de mi vida. De los cientos de incidentes que le había relatado, había extraído tres como muestras de deudas que había contraído muy temprano, y había añadido a esos tres la deuda que tenía con la persona gracias a la cual había conocido a don Juan. Le había agradecido a mi amigo profusamente, y tuve la sensación de que algo había reconocido mi agradecimiento. Los otros tres sucesos habían quedado dentro del reino de los relatos, relatos de mi vida y de gente que me había otorgado un obsequio inconcebible, y a quienes nunca les había dado las gracias. Uno de esos relatos tenía que ver con un hombre que había conocido de niño: el señor Leandro Acosta, archienemigo de mi abuelo, su verdadera némesis. Mi abuelo lo había acusado repetidas veces de robar pollos de su granja. El hombre no era un vagabundo, sino simplemente alguien que no tenía empleo ni firme ni definido. Era un tipo inconformista, jugador, dominador de muchas artes, hábil curandero, según él, cazador y proveedor de especímenes de insectos y plantas para los hierberos y curanderos locales, y de cualquier ave o animal para los taxidermistas o tiendas especialistas en animales vivos. Según lo que decía la gente, hacía muchísimo dinero, pero no podía ni guardarlo ni invertirlo. Tanto sus detractores como sus amigos, creían que podía haber puesto el mejor negocio de esa región, haciendo lo que mejor hacía: buscar plantas y cazar animales, pero estaba maldito con una rara enfermedad del espíritu que lo hacía inquieto, incapaz de dedicarse a nada por largo tiempo. Un día, paseando cerca de la granja de mi abuelo, vi que alguien me vigilaba desde la espesura del matorral, era Don Acosta. Puesto en cuclillas para evitar ser visto, mis ojos agudos de niño de ocho años sí lo pudo ver. Se camuflajeaba manteniéndose completamente quieto, era un oteador, un acechador como pocos, es lógico que mi abuelo creyese que el causante de los robos. Y le acompañé cuando dispuso marcharse al interior del bosque, a partir de ahí, hicimos amistad y lo acompañaba a cazar, acudía a diario, desde la salida del sol a la puesta y mi abuelo no quería que ese hombre influyese sobre mí, estuvo dispuesto a echarle las autoridades, pero descubrí que el motivo primordial fue la envidia que mi abuelo le tenía y traté de limitar mis encuentros con él, pero era demasiada la atracción. Luego un día, el señor Acosta y tres de sus amigos me propusieron algo que él nunca había hecho: cazar un buitre, vivo y sin haberlo herido. Me explicó que los buitres de esa región, que eran enormes y llegaban a tener una envergadura de dos metros, tenían siete tipos diferentes de carne en el cuerpo y que cada uno de esos siete tipos tenía un propósito específico para la curación. Dijo que lo deseable era que el buitre no se hiriera. El buitre tenía que ser muerto por tranquilizante, pero no con violencia. Era fácil matarlos con escopeta, pero en ese caso la carne perdía su valor curativo. Así es que el arte era cazarlos vivos, algo que él nunca había hecho. Había llegado a una solución con mi ayuda y la ayuda de tres de sus amigos. Me aseguró que su conclusión era la más debida ya que estaba basada en cientos de ocasiones de haber observado el comportamiento de los buitres. «Necesitamos un burro muerto para llevar a cabo esta faena, algo que ya tenemos -me declaró alegremente». «Vamos a sacarle los intestinos y le metemos allí unos palos para mantener la redondez de la panza».

-¿Y cuál va a ser mi papel en todo esto, señor Acosta? -le pregunté.-«Tú te escondes dentro del burro» -me dijo inexpresivo- «...esperas a que el rey de los buitres rasgue con su enorme pico poderoso el ano del burro y meta la cabeza para empezar a comer. Entonces lo agarras del pescuezo con las dos manos y no lo dejas suelto por nada. Y así, fue como sucedió tras largos preparativos, que llegó esa hora fatídica en la que me tuve que enfrendar a un buitre horrendo, al que le agarré la cabeza y de manera violenta, me golpeó contra la armadura, y al instante quedé medio fuera del cadáver del burro, armadura y todo, agarrado del cuello de la bestia invasora con toda la fuerza de mi vida. Oí a la distancia el galope del caballo del señor Acosta. Oí que gritaba:-¡Suéltalo, chico, suéltalo, que te va a llevar volando! Pero tras una gran lucha con el animal, exhausto, atrapamos ese buitre y desde ese instante, todo el interés que tuve por asociarme al señor Acosta, desapareció tan repentinamente a como vino, no hubo oportunidad para agradecerle cuanto me había enseñado.

Don Juan dijo que me había enseñado la paciencia del cazador en el mejor momento para aprenderla; y sobre todo, me había enseñado a sustraer de la soledad todo el alivio que necesita el cazador.

-No puedes confundir la soledad con estar solo -me explicó don Juan una vez-. La soledad para mí es psicológica, es un estado mental. El estar solo es físico. Uno debilita, el otro da alivio. Por todo esto, don Juan había dicho, tenía yo una gran deuda para siempre con el señor Acosta, comprendiera o no el estar agradecido de la manera que lo comprende un guerrero-viajero.

La segunda persona con la cual don Juan pensaba que tenía que estar agradecido era con un niño de mi misma edad que conocí a los diez años. Se llamaba Armando Velez. Tal como su nombre, era extremadamente elegante, tieso, en resumen, un niño viejo. Me gustaba porque era seguro en lo que hacía y a la vez muy amigable. Era alguien a quien no se lo podía intimidar fácilmente. Se metía a pelearse con cualquiera si era necesario y sin embargo no era para nada un bravucón.

Y una lista nutrida de personajes y sus vivencias con ellos me han ido surgiendo de manera ininterrumpida en lo alto de aquella plana de la montaña, esos sucesos ya pasados muchos años atrás me fueron rememorados como si me acabasen de suceder. Cuando les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente. Don Juan me explicó con gran paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los guerreros-viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros-viajeros emprender su viaje definitivo.

Entonces don Genaro ejecutó un acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en una felicidad sublime.

-No soporto la idea de que se vaya, don Juan -me oí decir-. El sonido de mi voz y lo que había dicho me avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi autocompasión, me sentí aún peor. -¿Qué me pasa don Juan? -murmuré-. No soy así de costumbre. Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones -me replicó, riéndose.

Entonces perdí el último ápice de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.Me voy a quedar solo -dije en una voz chillante-. ¿Qué va a pasar conmigo?-Veámoslo de esta manera -dijo don Juan tranquilamente-. Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero-viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero-viajero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.

Tuve un arranque de emoción y le besé la mano.-¡So, so, so! -me dijo-. ¡No más falta les vas a hacer un altar a mis guaraches! La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual. -¡Se va usted! -murmuré-. ¡Se va para siempre!

En aquel momento don Juan me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:-¡Levántate de tus talones! ¡Levántate! . Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.

-Nunca más estaremos juntos -me dijo calladamente-. Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como guerrero-viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero-viajero es su estado solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, me habré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un guerrero-viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida.

Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía. -Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres -me dijo.

Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra.-¡Ojalá encuentres amor! -me dijo. Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.-Ciao -dijo.

Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.

Entonces vi cómo don Juan Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos, sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.

Supe lo que tenía que hacer. Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.

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