AUTOR DEL BLOG DE LA UNIVERSIDAD DE DOGOMKA

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El cielo me ha fascinado desde que tuve uso de razón. A los 13 años de edad realicé un trabajo sobre el Sistema Solar en la escuela y gané un premio, mi tía Paqui me obsequió con mi primer libro de astronomía, escrito por José Comás Solá, estudiando este libro, nació mi vocación por la astronomía. Cada noche salía al campo para identificar y conocer las estrellas, solía llevar conmigo unos binoculares y pasaba largas horas viendo el firmamento. Mi madre me regaló mi primer telescopio. Me formé como matemático y estudié complementos de astronomía posicional y astrofísica teórica, colaboré escribiendo artículos tanto en inglés como en español para tres revistas: «Sky and Telescope» (EE.UU.); «The Astronomer» (R.U.) y «Tribuna de Astronomía» (España) entre 1982 y 1988. Actualmente tengo 62 años y he realizado un posgrado sobre Historia de la Ciencia, su filosofía y lógica en la UNED y estoy prejubilado.

viernes, 31 de octubre de 2025

[11] AGRADECIMIENTO: Las dos novias de Carlos, un acto único de agradecimiento y despedida.


-Los guerreros-viajeros no dejan cuentas pendientes -dijo don Juan

-¿A qué se refiere usted, don Juan? -pregunté. 

-Es hora de que arregles algunas deudas que has contraído durante tu vida -dijo-.

No es que vayas a poder pagarlas por completo, no, pero tienes que hacer un gesto. Tienes que hacer un pago de muestra para reparar, para apaciguar al infinito. 

Me contaste de tus dos amigas que tanto estimabas, Patricia Turner y Sandra  Flanagan. Es hora de que vayas a encontrarlas y que les hagas, a cada una, un regalo en el que gastes todo lo que tengas. Tienes que hacer dos regalos que van a dejarte sin un céntimo. Ése es el gesto. 

-No tengo idea dónde están, don Juan -dije, casi con humor de protesta. 

-Ése es tu desafío, encontrarlas. 

-En tu búsqueda, no vas a dejar piedra sobre piedra. Lo que vas a intentar es algo muy sencillo, y a la vez, casi imposible. Quieres cruzar el umbral de la deuda y en una barrida, ponerte en libertad para continuar. 

Si no puedes cruzar el umbral, no hay motivo para tratar de continuar conmigo. 

-Pero, ¿de dónde le vino la idea de esta faena para mí? -pregunté-. ¿La inventó usted mismo porque lo cree apropiado? 

-Yo no invento nada -dijo, como si nada-. Conseguí esta tarea del infinito mismo. No es fácil decirte todo esto. Si crees que me estoy divirtiendo de maravilla con tus tribulaciones, estás en un error. El éxito de tu misión me vale más a mí que a ti: Si fracasas, pierdes muy poco. ¿Qué? Tus visitas conmigo. Vaya cosa. Pero yo te perdería a ti, y eso significa para mí o perder la continuidad de mi linaje o la posibilidad de que tú lo cierres con broche de oro.

Don Juan dejó de hablar. Siempre sabía cuándo tenía yo la cabeza acalorada de pensamientos. 

-Te he dicho una y otra vez que los guerreros-viajeros son pragmáticos -siguió-. No están involucrados en sentimentalismo o nostalgia o melancolía. 

Para los guerreros-viajeros, sólo existe la lucha, y es una lucha sin fin. Si crees que has venido aquí a encontrar paz, o que éste es un momento de calma en tu vida, estás equivocado. Esta faena de pagar tus deudas no está guiada por ninguna sensación que tú conozcas. Está guiada por el sentimiento más puro, el sentimiento del guerrero-viajero que está a punto de sumergirse en el infinito, y que justo antes de hacerlo, se vuelve para dar las gracias a aquellos que lo favorecieron. 

-Te tienes que enfrentar a esta tarea con toda la gravedad que merece -continuó-. Es tu última parada antes de que te trague el infinito. 

De hecho, si el guerrero-viajero no está en un estado sublime de ser, el infinito no lo toca por nada del mundo. Así es, no te restrinjas, no te ahorres ningún esfuerzo. Empuja, despiadada pero elegantemente, hasta el final.

Había conocido a las dos personas a quienes don Juan se refería como las amigas que tanto estimaba, cuando asistía al colegio. Vivía en un apartamento sobre el garaje de la casa que les pertenecía a los padres de Patricia Turner. A cambio de cama y comida, les limpiaba la piscina, las hojas del jardín, sacaba la basura y hacía el desayuno para Patricia y yo. También hacía de «handyman» y de chófer. Llevaba a la señora Turner a hacer las compras y compraba licor para el señor Turner, licor que tenía que meter en la casa a escondidas y luego en su estudio. 

Era un ejecutivo de aseguradora, un bebedor solitario. Le había prometido a su familia que jamás iba a volver a tocar una botella después de algunos altercados serios a causa de su excesivo consumo. Me confesó que ya no bebía tanto, pero que de vez en cuando necesitaba una copa. 

Su estudio, desde luego, le estaba vedado a todos, menos a mí. Mi obligación era entrar allí para hacer la limpieza, y aprovechaba para esconder sus botellas dentro de una viga que parecía servir de apoyo a un arco del techo del estudio, pero que estaba hueca. Tenía que sacar las botellas vacías e introducir las botellas llenas a escondidas. 

Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de Broadway. Ni vale la pena decirlo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones angulares y finas y me llevaba una cabeza de estatura, mi máximo requisito para que una mujer me alocara. Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá me tenía completa confianza. 

Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca sin su consentimiento. Me vigilaba como un águila. Hasta me escribía mis ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara;  Me deleitaba el hecho que ella lo hiciera. Me deleitaba su compañía. A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de los ejecutivos de la industria cinematográfica. 

El señor Turner nunca las usaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan importante, utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los poseedores de tales pases firmaran un recibo. A Patricia le importaba un pepino firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos dependientes querían que firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con la firma. Exigían ver identificación. 

Uno de ellos, un joven descarado, hizo un comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia. 

-Creo que usted es el señor Truhán -me dijo con una de las sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar-, no el señor Turner. Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos sometió a la profunda humillación de negarnos la entrada para Hércules, con Steve Reeves

Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vivía al lado, con sus padres. Sandra era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda, de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapache. No se interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerirlo, y (la característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido hacer en toda mi vida. 

También era excelente atléta, pero de una manera sana y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula. Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos quehaceres para los padres de Sandra que los que yo hacía: limpiar la piscina, barrer las hojas, sacar la basura, y quemar los papeles y la basura inflamable. 

Era la época cuando la contaminación del aire se incrementó en Los Ángeles a causa del uso de los incineradores. Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos. 

Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío extraordinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con las dos, aparentemente muy feliz. Empezó dándome el consejo más sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su regreso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie de los que los rodeaban se enteraban. 

Me aseguró que éste era el primer paso en un largo proceso de entrenamiento para que las chicas aceptaran prosaicamente la situación de ser un trío. 

Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión francesa: ménage á trois. 

Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Patricia a mi izquierda y le entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Nicholas van Hooten, pero Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro, ofendida, humillada y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero Sandra me detuvo. 

-Deja que se vaya -dijo con una sonrisa venenosa-. Ya es mayor y tiene dinero para tomar un taxi. Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuqueando a Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. 

Patricia la atleta, saltó antes de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final de la fila, junto al pasillo. El consejo de Nicholas van Hooten no había valido nada. 

Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guardando absoluto silencio. Resolvimos nuestras diferencias en medio de extrañísimas promesas, llantos y drama. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. 

No sabíamos resolver los problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres sociales. No podía abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones, para nunca jamás volvernos a ver. 

Me sentí devastado. Nada de lo que hacía podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. 

Sin exagerar en lo mínimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la influencia que don Juan tuvo sobre mi vida y mi persona, nunca hubiera sobrevivido a mis demonios personales.

Le dije a don Juan que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no podía lidiar. 

-Lo que había de malo -dijo don Juan- era que los tres eran unos egomaniáticos perdidos. Tu importancia personal casi te destruyó. Si no tienes importancia personal, sólo tienes sentimientos. 

-Compláceme -siguió-, y haz el siguiente sencillo y directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importancia personal, ¿qué te hubiera quedado como residuo irreductible? 

-Mi amor incondicional por ellas -dije, casi ahogándome. 

-¿Y es menos hoy de lo que era entonces? -preguntó don Juan. 

-No, don Juan, no lo es -dije con toda sinceridad, y sentí la misma punzada de angustia que me había perseguido durante años. 

-Esta vez, abrázalas desde tu silencio -dijo-. No seas un pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea la última vez sobre la Tierra. Inténtalo desde tu oscuridad. 

Si vales lo que pesas -siguió-, cuando les presentes tu regalo, harás un resumen de tu vida entera dos veces. Actos de esta naturaleza hacen que los guerreros vuelen, los convierte casi en vapor. 

Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que iba a perder. Yo también perdería algo, y lo que perdería me era tan importante como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello. 

El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso en un terrible estado de ánimo. 

El sentimiento devastador de pérdida irreparable que me había perseguido todos esos años estaba tan fresco como siempre. 

Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay ciertas cosas que se quedan en uno, según él, por toda una vida y, quizás, más allá. 

Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La última recomendación de don Juan fue que si las encontraba no podía quedarme con ellas. Tendría tiempo solamente para expiarme, envolver a cada una con el afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la autocompasión o de la egomanía. 

Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían conocido a sus padres. 

Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en poner un anuncio personal en el periódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya no vivían en California. 

Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de sus contactos con oficinas oficiales de documentos y quién sabe qué, las localizó en un par de semanas. Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran tan amigas como siempre. 

Fui a Nueva York y me enfrenté primero a Patricia Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había soñado, pero formaba parte de una producción. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. Se sobresaltó al verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar. 

Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un viaje del cual no pensaba regresar. 

-¿Por qué estas palabras siniestras? -me dijo aparentemente muy preocupada-. ¿Qué piensas hacer? ¿Estás enfermo? No lo pareces. 

-Fue una frase metafórica -le aseguré-. Regreso a Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que darle todo lo que tengo. Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual, sólo mucho más mayor, mucho más poderosa, más madura, muy elegante. 

Le besé las manos y me sobrevino un afecto abrumador. 

Don Juan tenía razón. Limpio de recriminaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos. 

-Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije-. Pídeme lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro. 

-¿Te ganaste la lotería? -dijo y se rió-. Lo maravilloso de ti es que nunca tuviste nada y nunca lo tendrás. Sandra y yo hablamos de ti casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las mujeres, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos. 

Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y reír a la vez. 

-¿Me vas a comprar un abrigo de visón? -me preguntó entre sollozos. 

Le acaricié el cabello y dije que lo haría. Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo hacía. 

Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá. 

Sí, regresé, pero fue solamente para ver, desde la distancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. 

Oí sus gritos de alegría. Había acabado con esa parte de mi tarea. 

Me fui, pero no me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga de antaño y había comenzado a sangrar. 

No llovía del todo afuera; había una bruma que me llegaba hasta la médula. En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las afueras de Nueva York, y tuve que ir en tren. 

Toqué a su puerta. Sandra la abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara. 

Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del tamaño de una casa. 

-¡Pero tú, tú, tú! -balbuceó, no pudiendo articular mi nombre. Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala. 

-¿Qué estás haciendo aquí? -dijo, ya más calmada-. 

-¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio. Disparando las palabras como si salieran de una ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. 

Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba. Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna manera. 

Le describí lo difícil que había sido dar con ella. 

-He venido a despedirme de ti -dije- y a decirte que eres el amor de mi vida. 

Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno. 

Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. 

La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad. Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. 

Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. 

Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra. 

Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho.

Insistí en que me nombrara algo. 

-¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos mis hijos? -me dijo, riéndose-. Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras. 

Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice. Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. 

Me caí en pedazos en el asiento del coche. A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido. 

Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. 

Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». 

Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood. 

Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo consideraba mi seudo-éxito. Lo descartó desvergonzadamente. 

Me dijo que lo que sentía era simplemente el resultado de darle rienda suelta a mis sentimientos y mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga y se sostenga, los chamanes debían rehacerse a sí mismos. 

-Vence tu autocompasión ahora mismo -me ordenó-. Vence la idea de que estás herido, y ¿qué te queda como residuo irreductible? 

Lo que me quedaba como residuo irreductible era el sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. 

No con el ánimo de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el verdadero espíritu del guerrero-viajero cuya única virtud, me había dicho don Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guardar en su silencio todo lo que ha amado. 

COMENTARIO

No hay mucho que comentar en esta historia, al menos desde el punto de vista del conocimiento interno.

Este es el camino arduo de la recapitulación, para saldar deudas contraídas, es en realidad para disolver las trazas energéticas ajenas que han surgido en historias personales, el acto de agradecimiento tiene un indudable valor simbólico y ritualístico para encaminarse hacia el equilibrio, devolviendo lo que no es nuestro ni nos es válido en el camino del guerrero y recuperando nuestra entereza a través de esas energías que quedaron en cuerpos ajenos.

Esta historia me recuerda a la serie televisiva «Me llamo Earl» donde el protagonista pretendía saldar su karma negativo mediante la acción del karma positivo para encontrar el equilibio en su vida, no es necesario adelantar mucho, de que esta serie es una comedia disparatada y absurda.

En términos de karma, es del todo imposible, depurar todo, el daño que hemos recibido por parte de una, dos o más personas, jamás será reparado, ese daño se hizo y se consolidó, al igual que si nosotros hemos dañado a alguien, de igual manera, eso queda sin reparar, para consuelo nuestro está la «Ley del perdón» pero que es un simple remiendo y en términos energéticos lo único que vale es la práctica de la recapitulación.

De una de las personas más importantes de mi vida, me despedí, en el aniversario de un día en el que ambos, allá en la lejana juventud, pactamos ser hermanos de sangre, lo invité a cenar a él y a su mujer y ahí quedo todo, como un acto de agradecimiento y despedida ¿me valió de algo? Creo que hubiese sido mejor saltárselo, la velada me resultó ligeramente incómoda, había desconfianza y no fluía bien la comunicación, tras años de separación, así que ese acto no resolvió nada salvo sentirme como un extraño frente a alguien que fue el ser a quien más he querido en esta vida, pero ahora ya no siento nada por él y lo tengo muy olvidado y si recuerdo algo de él, son nada más que situaciones incómodas y actos injustos por su parte.

Me reafirmo, agradecer es bueno, pero no todo es agradecible y los regalos crean estados energéticos que son hasta alienantes, creo que esto es un error y lo mejor es pasar al olvido cuando antes, para ello, la recapitulación es esencial.  El agradecimiento debe de ser impersonal y un acto abstracto.

miércoles, 29 de octubre de 2025

[10] LAS MEDIDAS DE LA COGNICIÓN: Carlos encuentra en los chamanes del antiguo México un cambio de paradigma universal que lo desconcierta


«El final de una era» era, para don Juan, una descripción precisa de un proceso por el cual pasan los chamanes al desmontar la estructura del mundo que conocen, y reemplazarla con otra forma de comprender el mundo que los rodea. 

Como maestro, don Juan procuró, desde el instante inicial de nuestro encuentro, introducirme al mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo

El término «cognición» era para mí, en aquel tiempo, la manzana de la discordia. 

Lo entendía como un proceso por el cual reconocemos el mundo que nos rodea. 

Ciertas cosas caen dentro del reino de ese proceso y son fácilmente reconocidas por nosotros. No ocurre con otras cosas, que permanecen consecuentemente, como rarezas, cosas de las cuales no tenemos suficiente comprensión. 

Don Juan mantuvo desde el principio de nuestra relación que el mundo de los chamanes del México antiguo difería del nuestro, no de manera superficial, sino en la manera en que se arreglaba el proceso de cognición. 

Mantenía que en nuestro mundo, nuestra cognición requiere la interpretación de datos sensoriales. Dijo que el universo está compuesto de un número infinito de campos de energía, que existen en el universo en general como filamentos luminosos

Esos filamentos luminosos actúan sobre el hombre como organismo. La respuesta de ese organismo es convertir esos campos de energía en datos sensoriales. Los datos sensoriales se interpretan, y esa interpretación se convierte en nuestro sistema cognitivo. Mi comprensión de la cognición forzosamente me hacía creer que es un proceso universal, tal como el lenguaje es proceso universal. 

Hay una sintaxis diferente para cada lenguaje, como debe haber una mínima diferencia de arreglo para cada sistema de interpretación del mundo. La afirmación de don Juan, sin embargo, que los chamanes del México antiguo tenían un sistema cognitivo diferente, era para mí equivalente a decir que tenían una manera diferente de comunicación que nada tenía que ver con el lenguaje. 

Lo que quería desesperadamente que dijera, era que su sistema cognitivo diferente era equivalente a tener un lenguaje diferente, pero que era, sin embargo, un lenguaje. 

El «final de una era» significaba para don Juan que las unidades de una cognición extranjera se estaban apoderando. Las unidades de mi cognición normal, no importara lo agradables y provechosas, empezaban a disolverse. ¡Momento grave en la vida de un hombre! 

Quizá mi unidad más codiciada era la vida académica. Cualquier cosa que la amenazaba era una amenaza al centro de mi ser, sobre todo si el ataque era velado, inadvertido. 

Pasó con un profesor a quien le había dado toda mi confianza, el profesor Lorca. Me había inscrito en el curso que dictaba el profesor Lorca sobre cognición, porque me había sido recomendado como uno de los académicos más brillantes que había. 

El profesor Lorca era un hombre muy agraciado, rubio y peinado a un lado. Tenía la frente limpia, sin arrugas, dando la impresión de alguien que jamás ha tenido una preocupación en la vida. Su ropa mostraba el toque de un buen sastre. No llevaba corbata, lo cual le daba un aire juvenil. Se la ponía solamente al encontrarse con gente importante. 

En la ocasión de aquella memorable primera clase con el profesor Lorca, yo estaba confuso y nervioso viendo cómo caminaba de un lado al otro por minutos que fueron una eternidad para mí. El profesor Lorca movía continuamente sus finos labios apretados de arriba abajo, añadiendo inmensidades a la tensión que había generado en esa aula pesada, de ventanas cerradas. De pronto, se detuvo. Se paró en medio del aula, a poca distancia de donde me encontraba sentado y golpeando el podio con un periódico enrollado, empezó a hablar. 

-Nunca se sabrá .... -empezó. Todos los que estaban en el aula inmediatamente empezaron ansiosamente a tomar apuntes. 

-Nunca se sabrá -repitió- lo que siente un sapo cuando se sienta en el fondo del estanque e interpreta el mundo de sapo que le rodea. 

-Su voz conllevaba una tremenda fuerza y finalidad-. Entonces, ¿qué creen que es esto? -agitó el periódico por encima de su cabeza. Continuó leyéndole a la clase un artículo del periódico en que se reportaba el trabajo de un biólogo. 

-Este artículo demuestra la negligencia del periodista, que obviamente citó mal al científico -afirmó el profesor Lorca con la autoridad de un catedrático-. Un científico, no importa lo descuidado que sea, nunca se permitiría antropomorfizar los resultados de su investigación, a no ser que sea un baboso. 

Con esto como introducción, presentó una conferencia brillantísima sobre la calidad insular de nuestro sistema cognitivo, o del sistema cognitivo de cualquier otro organismo. 

Me introdujo, en aquella conferencia inicial, a una andanada de nuevas ideas, y las hizo extraordinariamente fáciles de utilizar. 

La idea más novedosa para mí era que cada individuo de cada especie sobre la Tierra interpreta el mundo que lo rodea usando datos que le llegan a través de sus sentidos especializados. 

Afirmó que los seres humanos no pueden ni siquiera imaginarse, por ejemplo, lo que debe ser estar en un mundo regido por la eco-localización, como el mundo del murciélago, donde cualquier punto de referencia inferido, es imposible de concebir para la mente humana. 

Dejó muy claro, que desde ese punto de vista no existían dos sistemas cognitivos que pudieran asemejarse entre especies. 

Al salir del salón al final de la conferencia de hora y media, sentía que la brillantez de la mente del profesor Lorca me había tumbado. Desde ese momento, era su más devoto admirador. Encontraba sus conferencias más que estimulantes y provocativas al pensamiento. 

Las suyas eran las únicas conferencias que esperaba ansiosamente. Todas sus excentricidades no me importaban para nada en comparación con su excelencia como profesor y como pensador innovador en el campo de la psicología. 

Cuando primero asistí a la clases del profesor Lorca, llevaba casi dos años trabajando con don Juan Matus. Era ya un patrón de comportamiento bien establecido, acostumbrado como estaba a las rutinas, de contarle a don Juan todo lo que me pasaba en mi mundo cotidiano. 

En la primera oportunidad que se presentó, le relaté lo que estaba sucediendo con el profesor Lorca. Puse al profesor Lorca por las nubes y le dije a don Juan sin vergüenza alguna que el profesor Lorca era mi modelo. 

Don Juan se mostró aparentemente muy impresionado por mi despliegue de admiración, sin embargo me hizo una extraña advertencia. -No admires a la gente desde la distancia -dijo-. Ésa es la manera más segura de crear seres mitológicos. 

Acércate a tu profesor, habla con él, ve cómo es como hombre. Ponlo a prueba. Si el comportamiento de tu profesor es resultado de su convicción de que es un ser que se va a morir, entonces todo lo que haga, no importa cuán extraño, debe ser premeditado y final. Si lo que dice termina siendo palabras, no vale nada. 

Me sentí terriblemente insultado por lo que consideraba ser la insensibilidad de don Juan. Pensé que a lo mejor estaba un poco celoso de los sentimientos de admiración que tenía yo por el profesor Lorca. 

Una vez que ese pensamiento se formuló en mi mente, me sentí aliviado; lo comprendí todo. -Dígame, don Juan -dije para terminar la conversación por otras vías-, ¿qué es un ser que va a morir, en verdad? Lo he oído hablar de eso tantas veces, pero no me lo ha definido nunca realmente. 

-Los seres humanos son seres que van a morir -dijo-. Los chamanes firmemente mantienen que la sola manera de agarrarnos del mundo y de lo que en él hacemos, es aceptando totalmente que somos seres que vamos camino a la muerte. Sin esta aceptación básica, nuestras vidas, nuestros quehaceres y el mundo en que vivimos son asuntos inmanejables. 

-¿Pero es la mera aceptación de esto de tal alcance? -pregunté en tono casi de protesta. 

-¡Créemelo! -dijo don Juan sonriendo-. Pero no es en la mera aceptación donde está el truco. Tenemos que encarnar esa aceptación y vivirla plenamente. Los chamanes a través de los años han dicho que la vista de nuestra muerte es la vista que produce más sobriedad. 

Lo que está mal con nosotros los seres humanos, y que ha estado mal desde tiempo inmemorial, es que sin declararlo en tantas palabras, creemos que hemos entrado en el reino de la inmortalidad. 

Nos comportamos como si nunca fuéramos a morirnos, una arrogancia infantil. Pero aún más injuriante que ese sentimiento de inmortalidad es lo que lo acompaña; la sensación de que podemos absorber todo este inconcebible universo con la mente. 

Una yuxtaposición fatal de ideas me tenía atado despiadadamente; la sabiduría de don Juan y el conocimiento del profesor Lorca. Ambas eran difíciles, oscuras, seductoras y lo abarcaban todo. No había nada que hacer más que seguir el curso donde me llevara. 

Seguí al pie de la letra la sugerencia de don Juan de acercarme al profesor Lorca. Intenté todo el semestre acercarme a él, hablar con él. Iba religiosamente a su oficina durante las horas en que estaba allí, pero nunca parecía tener tiempo para mí. 

Sin embargo, aunque no podía hablar con él, lo admiraba imparcialmente. Hasta llegué a aceptar que nunca iba a hablar conmigo. No me importaba; lo que importaba eran las ideas que recolectaba de sus magníficas clases. 

Le hice un reporte a don Juan acerca de todos mis hallazgos intelectuales. Había leído extensamente sobre la cognición. Don Juan me animó, más que nunca, a establecer contacto directo con la fuente de mi revolución intelectual. 

-Es imprescindible que hables con él -me dijo en una voz un tanto urgente-. Los chamanes no admiran a la gente en el vacío. Les hablan; los conocen. Establecen puntos de referencia. Comparan. Lo que estás haciendo es un poco infantil. Admiras a lo lejos. 

Es como lo que pasa con un hombre que le tiene miedo a las mujeres. Finalmente, sus gónadas dominan su miedo y le exigen que adore a la primera mujer que le dice «hola». 

Hice un doble esfuerzo por acercarme al profesor Lorca, pero era como una fortaleza impenetrable. Cuando le comenté a don Juan mis dificultades, me explicó que los chamanes veían cualquier actividad con la gente, no importa cuán diminuta o insignificante, como un campo de batalla. 

En ese campo de batalla, los chamanes hacían su mejor magia, ponían su mejor esfuerzo. Me aseguró que el truco para tener soltura en tales situaciones, algo que nunca había sido mi fuerte, era enfrentarse al adversario abiertamente. 

Expresó su aborrecimiento por esas almas tímidas que se esconden de la interacción a tal extremo que, cuando interactúan, simplemente infieren o deducen en términos de sus propios estados psicológicos lo que pasa sin verdaderamente percibir lo que en realidad está pasando. Interactúan sin jamás haber sido parte de la interacción. 

-Siempre mira al hombre con quien estás jugando el tira y afloja con la cuerda -continuó- No tires simplemente de la cuerda; levanta la vista a sus ojos. Sabrás que es un hombre, igual a ti. 

No importa lo que diga, no importa lo que haga, se está sacudiendo en sus pantalones, tal como tú. 

Una mirada de esa naturaleza vuelve incapaz a tu adversario, aunque sea por solo un instante; entonces das el golpe. 

Un día la suerte estaba conmigo. Abordé al profesor Lorca en el corredor en frente de su oficina. 

-Profesor Lorca -dije-, ¿tiene un momento libre para hablar? 

-¿Quién demonios es usted? -dijo con la mayor naturalidad, como si fuera su mejor amigo y me estaba preguntando cómo me sentía. 

El profesor Lorca era tan grosero como se puede ser, pero sus palabras no tuvieron en mí el efecto de una grosería. Me sonrió con los labios apretados, como si me animara a irme o a decir algo significativo. 

-Soy estudiante de antropología, profesor Lorca -le dije-. Estoy involucrado en una situación de trabajo de campo donde tengo la oportunidad de aprender algo acerca del sistema cognitivo de los chamanes. 

El profesor Lorca me contempló con sospecha y enojo. Sus ojos parecían dos puntos azules llenos de malicia. Se hizo el cabello hacia atrás como si se le hubiera caído sobre la frente. 

-Trabajo con un verdadero chamán en México -continué tratando de provocar una respuesta-. Es un verdadero chamán, créamelo. Me ha llevado más de un año animarlo a que considerara hablar conmigo. La cara del profesor Lorca se relajó; abrió la boca y, agitando una mano finísima delante de mis ojos como si estuviera dándole vueltas a una pizza, me habló. 

No podía dejar de ver sus gemelos de esmalte que eran del color exacto de su saco verdusco. 

-¿Y qué quiere usted de mí? -dijo. 

-Quiero que me escuche por un momento -dije-, para ver si lo que estoy haciendo le interesa. Hizo un gesto de desgano y resignación con los hombros, abrió la puerta de su oficina y me invitó a pasar. 

Sabía que no tenía yo tiempo que perder y le presenté una descripción muy directa de mi situación de trabajo de campo. Le dije que me estaban enseñando procedimientos que no tenían nada que ver con lo que había encontrado en la literatura antropológica sobre el chamanismo. 

Hizo un gesto con los labios por un momento sin decir una palabra. Cuando habló, señaló que una de las fallas de los antropólogos en general, es que nunca se dan el tiempo suficiente para llegar a saber, totalmente, todos los grados del sistema cognitivo particular utilizados por la gente que estudian. 

Definió «cognición» como un sistema de interpretación, que a través del uso hace posible que los individuos utilicen con la mayor proeza todos los grados de connotación que forman el ambiente particular y social bajo consideración. Las palabras del profesor Lorca iluminaron el ámbito total de mi trabajo de campo. 

Sin poder dominar todos los grados del sistema cognitivo de los chamanes del México antiguo, hubiera sido totalmente superfluo que formulara una idea de ese mundo. Si el profesor Lorca nunca me hubiera dicho otra palabra más, lo que acababa de declarar hubiera sido más que suficiente. Lo que siguió fue un maravilloso discurso sobre la cognición. 

-Su problema -dijo el profesor Lorca- es que el sistema cognitivo de nuestro mundo cotidiano, con el cual estamos familiarizados, en verdad, desde el día en que nacimos, no es igual al sistema cognitivo del mundo de los chamanes. 

-Lo que le he dicho, claro, es conocimiento general -me dijo al conducirme hacia fuera-. Cualquier lector está consciente de lo que le he estado diciendo. Nos despedimos, casi amigos. 

El recuento a don Juan de mi éxito en acercarme al profesor Lorca se topó con una reacción extraña. Por un lado, don Juan parecía estar encantado, y por otro, preocupado. 

-Me da que tu profesor no es en verdad lo que parece ser -dijo-. Claro, eso es desde el punto de vista de un chamán. Quizá fuera mejor dejarlo ahora, antes que todo esto se vuelva muy bochornoso, muy complicado. 

Una de las artes más elevadas de los chamanes es saber cuándo detenerse. Me parece que has conseguido todo lo que se puede de tu profesor. 

De inmediato, reaccioné con un tiroteo de defensas a favor del profesor Lorca. Don Juan me tranquilizó. Me dijo que no era su intención criticar o juzgar a nadie, pero que en su conocimiento muy poca gente sabe cuándo retirarse, y aún menos sabe cómo utilizar su conocimiento. 

A pesar de las advertencias de don Juan, no me detuve; por el contrario, me convertí en el estudiante, el seguidor, el admirador más fiel del profesor Lorca. 

Su interés en mi trabajo parecía ser genuino, aunque se sentía infinitamente frustrado por mi apatía e incapacidad para formular conceptos bien definidos acerca del sistema cognitivo del mundo de los chamanes. 

Un día, el profesor Lorca me formuló el concepto del visitante-científico a otro mundo cognitivo. Reconoció que estaba dispuesto a ser imparcial y darle vueltas, como científico social, a la posibilidad de un sistema cognitivo diferente. 

Se imaginó una investigación en que los protocolos serían reunidos y analizados. Los problemas de la cognición serían concebidos y dados a chamanes a quienes yo conocía, para medir, por ejemplo, su capacidad de enfocar su cognición sobre dos aspectos diversos de comportamiento. 

Pensaba que la prueba empezaría con un sencillo paradigma en el que intentaran comprender y retener un texto escrito que iban a estar leyendo mientras jugaban al póquer. 

La prueba iba a intensificarse, para medir, por ejemplo, su capacidad de enfocar su cognición sobre cosas complejas que se les dirían mientras dormían, etc. El profesor Lorca quería que se llevara a cabo un análisis lingüístico de lo que emitían. Quería una medida real de sus respuestas en términos de su velocidad y precisión, y otras variables que se hicieran manifiestas al progresar el proyecto. 

Don Juan verdaderamente se partió de risa cuando le conté de las propuestas del profesor Lorca de medir la cognición de los chamanes. 

-Ahora sí que me gusta tu profesor -dijo-. Pero no puedes hablar en serio de esta idea de medir nuestra cognición. ¿Qué sacaría tu profesor de medir nuestras respuestas? 

Llegará a la conclusión de que somos un montón de idiotas, porque es lo que somos. No podemos ser más inteligentes, más veloces que el hombre ordinario. 

No es culpa de él, sin embargo, pensar que puede hacer medidas de cognición de un mundo al otro. La culpa es tuya. Has fallado al no expresarle a tu profesor que cuando los chamanes hablan del mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo, están hablando de cosas que no tienen un equivalente en el mundo cotidiano. 

Por ejemplo, percibir la energía directamente como fluye en el universo es una unidad de cognición por la cual los chamanes viven. Ven cómo fluye la energía y siguen su flujo. Si su flujo se encuentra con obstáculos, se alejan o hacen algo totalmente diferente. Los chamanes ven líneas en el universo. 

Su arte, o su tarea, es escoger la línea que los va a conducir, en términos de percepción, a regiones sin nombre. Podrías decir que los chamanes reaccionan inmediatamente a las líneas del universo. 

Ven a los seres humanos como bolas luminosas, y buscan en ellos su flujo de energía. Desde luego, reaccionan al instante al ver esto. Es parte de su cognición. Le dije a don Juan que para nada podía hablarle al profesor Lorca de esto, porque no había hecho ninguna de las cosas que él estaba describiendo. 

Mi cognición seguía igual. -¡Ah! -exclamó-. Es que simplemente no has tenido tiempo todavía para incorporar las unidades de cognición del mundo de los chamanes. Salí de la casa de don Juan más confuso que nunca. Había una voz dentro de mí que verdaderamente me exigía terminar mis tratos con el profesor Lorca. 

Comprendí cuánta razón tenía don Juan al decirme que las practicalidades en que se interesaban los científicos eran conducentes a construir máquinas cada vez más complejas. 

No eran las practicalidades que cambian el curso de la vida de un individuo desde adentro. No estaban hechas para alcanzar la vastedad del universo como un asunto personal, experimental. 

Las estupendas máquinas que existen o las que están en proceso, eran asuntos culturales, y los logros tenían que disfrutarse indirectamente, aun por los creadores de las máquinas mismas. Su única ganancia era económica. 

Al señalarme todo esto, don Juan había logrado colocarme en un estado de ánimo de mayor curiosidad. Empecé realmente a cuestionar las ideas del profesor Lorca, algo que no había hecho hasta entonces. 

A la vez, el profesor Lorca emitía verdades asombrosas sobre la cognición. Cada declaración era más severa que la que la precedía y, como resultado, más penetrante. Al final de mi segundo semestre con el profesor Lorca, había llegado a un callejón sin salida. 

No había manera en el mundo que creara un puente entre dos líneas de pensamiento; la de don Juan y la del profesor Lorca. Iban por senderos paralelos. Comprendí el objetivo del profesor Lorca de querer cualificar y cuantificar el estudio de la cognición. 

La Cibernética se asomaba como nueva disciplina y el aspecto práctico de los estudios de la cognición era una realidad. Pero también lo era el mundo de don Juan, que no podía medirse con las herramientas normales de la cognición. 

Había tenido el privilegio de atestiguarlo en las acciones de don Juan, pero no lo había experimentado yo mismo. Sentía que esto era el obstáculo que hacía que el puente entre estos dos mundos fuera imposible. 

Le comenté todo esto a don Juan durante una de mis visitas. Dijo que lo que yo consideraba como obstáculo, y por consecuencia, el factor que hacía imposible el puente entre estos dos mundos, no era acertado. 

A su manera de ver, la falla era algo que abarcaba mucho más que las circunstancias individuales de un solo hombre. 

-Quizá puedas acordarte de lo que te dije acerca de una de las mayores fallas que tenemos como seres humanos ordinarios -dijo. 

No podía recordar nada en particular. 

Me había señalado tantas fallas que nos afectaban como seres humanos ordinarios que la mente me daba vueltas. 

-Usted está exigiendo algo muy específico -dije-, y no puedo dar con ello. 

-La gran falla a la que me refiero -dijo-, es algo que tienes que recordar en cada segundo de tu existencia. Para mí, es la cuestión de las cuestiones, que te voy a repetir una y otra vez, hasta que se te salga por las orejas. 

Después de un largo minuto, me di por vencido. 

-Somos seres que vamos camino a la muerte -dijo-. No somos inmortales, pero nos comportamos como si lo fuéramos. Ésta es la falla que nos tumba como individuos y nos va a tumbar como especie algún día. 

Don Juan declaró que la ventaja que tienen los chamanes sobre sus congéneres comunes es que los chamanes saben que son seres que van camino a la muerte y no se permiten desviarse de ese conocimiento

Enfatizó que un esfuerzo enorme tiene que emplearse para obtener y mantener ese conocimiento como certeza total. 

-Pero, ¿por qué es tan difícil admitir algo que es tan verdadero? -pregunté, confundido por la magnitud de nuestra contradicción interna. 

-No es en realidad la culpa del hombre -dijo en tono conciliatorio-. Algún día te contaré más acerca de las fuerzas que llevan al hombre a comportarse como buey. No había nada más que decir. El silencio que siguió fue siniestro. Ni siquiera quería saber a qué fuerzas se refería don Juan. 

-No es una proeza maravillosa evaluar a tu profesor a la distancia -siguió don Juan. Es un científico inmortal. Nunca va a morirse. Y cuando se trata de las preocupaciones de la muerte, estoy seguro de que ya se ocupó de todo. Tiene su parcela en el cementerio, y una fuerte póliza de seguros para su familia. Habiendo cumplido con esos dos mandatos, ya no tiene que pensar en la muerte. Sólo piensa en su trabajo. 

El profesor Lorca es sensato cuando habla -continuó don Juan-, porque tiene la preparación para usar las palabras acertadamente. Pero no está preparado para tomarse en serio como un hombre que va a morir. Como es inmortal, no sabría hacerlo. No hace ninguna diferencia que los científicos construyan máquinas complejas. Las máquinas no pueden de ninguna manera ayudarle a nadie a enfrentarse a la cita inevitable: la cita con el infinito. 

El nagual Julián me contaba -siguió-, de los generales conquistadores de la Roma antigua. Cuando regresaban victoriosos, se organizaban desfiles gigantescos para rendirles honores. Mostrando los tesoros que habían ganado, y los pueblos derrotados que habían convertido en esclavos, los conquistadores desfilaban llevados en sus carrozas de guerra. Acompañándolos, había siempre un esclavo, cuya faena era susurrarles al oído que toda fama y toda gloria es simplemente transitoria. 

Si somos victoriosos de alguna manera -continuó-, no tenemos a nadie que nos vaya susurrando que nuestras victorias son fugaces. Los chamanes sin embargo tienen una ventaja: como seres camino a la muerte, tienen a alguien susurrándoles en el oído que todo es efímero. El susurrador es la muerte, la consejera infalible, la única que nunca te va a mentir. 

[9] EL PUNTO DE RUPTURA. Carlos está obligado a tomar una decisión definitiva





1. EL SILENCIO INTERNO Y SU META: LA DETENCIÓN DEL MUNDO

Don Juan definió el silencio interno como un estado peculiar de ser en que los pensamientos se cancelan y uno puede funcionar a un nivel distinto al de la conciencia cotidiana. 

Hizo hincapié en que el silencio interno consistía en suspender el diálogo interno -el compañero perenne del pensamiento- y debido a eso, era un estado de profunda quietud. 

-Los antiguos chamanes -dijo don Juan- le llamaron silencio interno porque es un estado en el cual la percepción no depende de los sentidos. Lo que funciona durante el silencio interno es otra facultad que posee el hombre, una facultad que hace de él un ser mágico, la misma facultad que ha sido restringida, no por el hombre mismo, sino por una influencia extranjera. 

-¿Cuál es esa influencia extranjera que restringe la facultad mágica del hombre? -pregunté. -Ése es tema para una próxima explicación -contestó don Juan-, no el tema de discusión actual, aunque es, indudablemente, el aspecto más serio de la brujería de los chamanes del México antiguo

El silencio interno -continuó- es la postura de donde proviene todo en el chamanismo. En otras palabras, todo lo que hacemos conduce a esa postura, que como todo lo demás en el mundo de los chamanes no se revela hasta que algo gigantesco nos sacude. 

Don Juan dijo que los chamanes del México antiguo concibieron interminables modos de sacudirse a ellos mismos, o a otros practicantes del chamanismo, hasta los cimientos para llegar a ese estado codiciado del silencio interno. 

Consideraban los actos más estrafalarios, que parecen estar de lo más aislados de la búsqueda del silencio interno, como el saltar a una caída de agua, o pasar la noche colgado cabeza abajo de una rama de un árbol, como factores claves que lo hacían aparecer.  

Siguiendo los racionalismos de los chamanes del México antiguo, don Juan declaró categóricamente que el silencio interno se amontonaba, se acumulaba. 

En mi caso, luchaba para guiarme a construir un núcleo de silencio interno dentro de mí, y luego añadir a él, segundo a segundo, cada vez que lo practicara. Me explicó que los chamanes del México antiguo descubrieron que cada individuo tenía un umbral diferente de silencio interno en cuanto a tiempo, es decir, que el silencio interno debe ser mantenido por cada uno de nosotros durante el período de tiempo de nuestro umbral específico antes de que funcione. 

-¿Qué consideraban los chamanes, como la señal de que el silencio interno estaba funcionando, don Juan? -pregunté. 

-El silencio interno funciona desde el momento en que empiezas a acumularlo -contestó-. 

Los chamanes andaban detrás del dramático resultado final, el de alcanzar ese umbral individual de silencio. Algunos practicantes muy talentosos necesitan sólo unos cuantos minutos de silencio para llegar a esa codiciada meta. Otros, menos talentosos, necesitan largos períodos de silencio, quizás más de una hora de quietud completa, antes de llegar al resultado tan deseado. El resultado deseado es lo que los antiguos chamanes llamaban detener el mundo, el momento en que todo lo que nos rodea cesa de ser lo que siempre ha sido. 

Ése es el momento en que los chamanes regresan a la verdadera naturaleza del hombre -siguió don Juan-. 

- Los antiguos chamanes también le llamaban libertad total. Es el momento en que el hombre esclavo se convierte en el hombre, el ser libre, capaz de proezas de percepción que son un desafío a nuestra imaginación lineal. 

Don Juan me aseguró que el silencio interno es una avenida que conduce a la verdadera suspensión del juicio, a un momento en que los datos sensoriales que emanan del universo dejan de ser interpretados por los sentidos; el momento en que la cognición deja de ser la fuerza que, a través de uso y repetición, decide la naturaleza del mundo. 

-Los chamanes necesitan un punto de ruptura para que el funcionamiento del silencio interno empiece -dijo don Juan-. El punto de ruptura es como el mortero que mete el albañil entre los ladrillos. Es sólo cuando se endurece el mortero que los ladrillos sueltos se vuelven una estructura. 

1. COMENTARIO A EL SILENCIO INTERNO Y SU META: LA DETENCIÓN DEL MUNDO

El silencio interno es la detención del diálogo interno. El diálogo interno es producido por la mente del foráneo que nosotros, engañados, consideramos que es nuestra mente.

El silencio interno es acumulativo. Es decir, un día, alcanzamos 5 segundos de silencio interno, pero al día siguiente aumentamos nuestro alcance, pues llegar a los primeros cinco segundos se realiza fácilmente.

Cuanto más silencio interno pueda ser acumulado, mayores capacidades y poderes se iran obteniendo (percepción extrasensorial "ver", ensoñar, acechar, acceder a la noosfera, adquirir capacidad demiúrgica, viajar a otras dimensiones, convertirse en otros seres, vencer la enfermedad y la muerte, ser libre, etc.).

La acumulación de silencio interno alcanza a llegar a un umbral, cada persona tiene su propio umbral y trascendido este, el mundo se detiene, es decir, cuanto percibimos, desaparece, se pulveriza, comenzamos a percibir la energía del universo tal y como fluye realmente y no un universo formado de objetos.

Lo que percibimos más allá de la percepción ordinaria, "ver", sigue siendo una descripción del mundo habitual en el que vivimos pero observado de una manera fehacientemente realista, con acceso de informaciones, sentimientos, recuerdos, memoria y otros estados que hacen que nuestra percepción sea una experiencia completa y totalizadora.

Cuando alcances a parar el mundo:

1. No te asustes, relájate, nada te va a pasar (salvo que te hayas colocado entre las vías de un tren)

2. No enjuicies ni formules pensamiento alguno, no trates de describir nada, pues lo que se te presenta es inestable, es onírico, es muy cambiante y equivalente a contar estrellas en un cielo completamente oscuro, donde continuamente te pierdes en la miriada, así, la energía son como emanaciones en bandas de muchos colores, que se mueven, que cambian, que se distorsionan, cada emanación es un ente de consciencia y todo lo que se desarrolla ante tu visión sin ojos es consciencia y más consciencia, esto podría implicar que una persona ciega pueda acceder a esta percepción.

3. Evita pestañear o moverte, guíate por tu respiración, lenta y profunda.
4. No enfoques, no prestes atención, no dirijas tu atención.

El punto de ruptura es el momento en que se pasa desde un estado de consciencia habitual a un estado de consciencia especial cuando se percibe a través de las fibras energéticas del cuerpo y no a través de ojos, oido y todo lo demás.


2. DON JUAN LE EXPONE A CARLOS QUE HAY DOS CAMINOS Y DEBE DE DECIDIR AHORA ANTES DE SEGUIR CON ÉL

Desde el principio de nuestra asociación, don Juan me había inculcado el valor y la necesidad de acumular el silencio interno segundo a segundo. Yo no tenía los medios para medir el efecto de esta acumulación, ni tampoco tenía ningún medio de juzgar si había llegado a algún umbral. Aspiraba obstinadamente a acumularlo, no simplemente para complacer a don Juan, sino porque el acto de acumularlo se había convertido en sí en un desafío. 

Un día, don Juan y yo nos estábamos paseando en la plaza mayor de Hermosillo. Era temprano por la tarde de un día nublado. Hacía un calor seco y cómodo. Había mucha gente. Había tiendas alrededor de la plaza. A pesar de las muchísimas veces que había estado en Hermosillo, nunca me había fijado en aquellas tiendas. Sabía que estaban allí, pero su presencia no era algo de lo cual estaba consciente. No hubiera podido hacer un plano de esa plaza aunque de ello dependiera mi vida. 

Ese día, al pasear con don Juan, traté de identificar y localizar las tiendas. Buscaba algo que podría utilizar como medio mnemónico que suscitara luego mi recuerdo. 

-Como te he dicho anteriormente y repetidas veces -dijo don Juan sacudiéndome de mi concentración-, cada chamán que conozco, hombre o mujer, en un momento u otro llega al punto de ruptura de su vida. 

-¿Quiere usted decir que sufren algo así como una crisis mental? -pregunté. 

-No, no -dijo, riéndose-. Las crisis mentales son para aquellas personas que se entregan a sí mismas. Los chamanes no son personas. Lo que quiero decir es que, en un momento dado, la continuidad de sus vidas tiene que romperse para que se establezca el silencio interno y se haga una parte activa de sus estructuras. 

Es muy, muy, importante -siguió don Juan-, que tú mismo deliberadamente llegues a ese punto de ruptura, o que lo crees, artificiosamente, inteligentemente. 

-¿Qué quiere decir con eso, don Juan? -le pregunté, atrapado por su intrigante razonamiento. 

-Tu punto de ruptura -dijo-, es descontinuar tu vida tal como la conoces. Has hecho todo lo que te he dicho, acertada y obedientemente. Si tienes talento, nunca lo demuestras. Ése parece ser tu estilo. No eres lento, pero te comportas como si lo fueras. Estás muy seguro de ti mismo, pero te comportas como si fueras inseguro. No eres tímido y sin embargo, te comportas como si le tuvieras miedo a la gente. 

Todo apunta a un solo lugar: tu necesidad de romper con todo eso, despiadadamente. 

-Pero, ¿cómo, don Juan? ¿Qué propone usted? -pregunté genuinamente frenético. 
-Creo que todo se reduce a un acto -dijo-. Tienes que dejar a tus amigos. Tienes que despedirte de ellos para siempre. No es posible que continúes en el camino del guerrero, cargando contigo tu historia personal, y a menos que descontinúes tu manera de vida, no voy a poder seguir con mi instrucción. 

- Un momento, un momento, un momento, don Juan -dije-. Tengo que frenarlo. Me pide usted que haga algo demasiado difícil. Para serle muy sincero, no creo que pueda hacerlo. Mis amigos son mi familia, mis puntos de referencia. 

-Precisamente, precisamente -comentó-. Son tus puntos de referencia. Por consecuencia, tienen que irse. 

Los chamanes tienen un solo punto de referencia; el infinito

-¿Pero cómo quiere que proceda, don Juan? -pregunté en voz plañidera. Su petición me estaba volviendo loco. -Simplemente tienes que marcharte-dijo, como si nada-. Márchate de la manera que puedas. 


2. COMENTARIO A: DON JUAN LE EXPONE A CARLOS QUE HAY DOS CAMINOS Y DEBE DE DECIDIR AHORA ANTES DE SEGUIR CON ÉL

Carlos Castaneda es un hombre muy sociable y su vida en LA gira en torno a la universidad, son años de salidas con amigos y de formar parte de un grupo, a los que considera su familia.

Don Juan expone a Carlos una situación donde la vida se bifurca y tiene que tomar una decisión, un camino lo aleja del conocimiento y el otro camino lo lleva hacia su consolidación como nagual. Don Juan le pide que abandone su círculo de amigos y se aísle socialmente.

En el camino social, uno va a cuestas con su historia personal. La historia personal es un principio identitario, es una construcción en torno al ego que impide alcanzar la plenitud como ser energético y que es del todo conveniente abandonar y hacerlo desaparecer.

Si la recapitulación disuelve esos recuerdos mediante las trazas energéticas que las interacciones han dejado en nosotros y recuperamos esas energías donadas hacia otros en el pasado, el principio es la desconexión, dejar a un lado ese tipo de interacciones para vivir un camino solitario, pues el guerrero-viajero tiene como anclaje, el infinito.

3. APREMIADO POR EL INFINITO

-Pero, ¿adónde me voy? -pregunté. 

-Mi recomendación es que alquiles una habitación en uno de esos hoteles baratos que conoces -dijo-. Cuanto más feo el lugar, mejor. Si tiene alfombras pardas verduscas con cortinas del mismo color, y paredes de un verde pardo tanto mejor: un hotel comparable al que te mostré aquella vez en Los Ángeles. 

Me reí nerviosamente al recordar la vez que iba en coche con don Juan por el barrio industrial de Los Ángeles, donde sólo había bodegas y hoteles desvencijados para transeúntes. Uno sobre todo atrajo la atención de don Juan por su nombre rimbombante, «Eduardo Séptimo». 

Nos detuvimos en frente para verlo un momento. 

-Ese hotel -dijo don Juan, señalándolo con el dedo-, es para mí la verdadera representación de la vida en esta tierra para la persona común y corriente. Si tienes suerte o eres despiadado, conseguirás un cuarto con vista a la calle, donde podrás ver este desfile interminable de la miseria humana. Si no tienes tanta suerte o no eres tan despiadado, tendrás un cuarto adentro, con ventanas que dan a la muralla del edificio contiguo. Piensa en pasar toda una vida entre esas dos vistas, envidiando la vista a la calle si estás adentro, y envidiando la vista a la muralla si estás afuera, cansado de mirar la calle. 

La metáfora de don Juan me molestó terriblemente, porque la comprendía perfectamente. Ahora, enfrentando la posibilidad de tener que alquilar un cuarto en un hotel comparable al «Eduardo Séptimo», no sabía qué decir o por dónde continuar. -

¿Qué quiere que haga allí, don Juan?-pregunté. 
-Un chamán utiliza un lugar de ésos para morir -me dijo, mirándome sin pestañear. 

Nunca has estado solo en tu vida. Éste es el momento de hacerlo. Te quedarás en ese cuarto hasta que te mueras. Su petición me asustó, pero a la vez me hizo reír. 

-No es que lo vaya a hacer, don Juan -dijo-, pero ¿cuál sería el criterio para saber que estoy muerto (a menos que quiera que me muera físicamente)? 

-No -dijo-, no quiero que tu cuerpo muera físicamente. Quiero que muera tu persona. Son dos asuntos muy distintos. En esencia, tu persona tiene muy poco que ver con tu cuerpo. 

Tu persona es tu mente, y créeme, tu mente no es tuya. 

-¿Qué tontería es esta, don Juan, de que mi mente no es mía? -oí que decía con un gangueo nervioso en la voz. 

-Algún día te lo diré -dijo-, pero no mientras estés protegido por tus amigos. 

-El criterio que indica que un chamán ha muerto -siguió- es cuando no le importa si tiene compañía o si está solo. El día que ya no busques la compañía de tus amigos que usas como escudo, ése es el día en que tu persona ha muerto. ¿Qué dices? ¿Juegas o no juegas? 

-No puedo hacerlo, don Juan -dije-. Es inútil que le mienta. No puedo dejar a mis amigos. 

-Está bien, no te preocupes -dijo sin perturbarse. Mi declaración parecía no haberle afectado en lo mínimo-. Ya no podré hablarte, pero no podemos negar que durante nuestro tiempo juntos has aprendido muchísimo. Has aprendido cosas que te van a fortalecer, no importa si regresas o si te vas para siempre. Me dio una palmadita en la espalda y se despidió. 

Dio la vuelta y simplemente desapareció entre la gente de la plaza como si se hubiera convertido en uno con ellos. Por un instante tuve la extraña sensación de que la gente de la plaza era como un telón que él había abierto para desaparecer detrás. El final había llegado como todo lo demás en el mundo de don Juan: imprevisible y velozmente. 

De pronto estaba sobre mí, yo estaba en medio de él, y ni siquiera sabía cómo había llegado allí. Debería haber estado deshecho. Pero no. No sé por qué, pero estaba feliz. 

Me maravillé de la facilidad con que todo había terminado. Don Juan era en verdad un ser elegante. No hubo enojos ni reproches ni nada por el estilo. Me subí a mi coche y conduje, más alegre que unas pascuas. Estaba exuberante. Qué extraordinario que todo terminó tan velozmente, pensé, sin angustias. 

Mi viaje de regreso fue sin novedad. En Los Ángeles, ya en mi ambiente familiar, me fijé en que había derivado una enorme cantidad de energía de mi último encuentro con don Juan. Estaba muy contento, muy relajado, y retomé lo que consideraba mi vida normal con mayor ánimo. 

Todas mis tribulaciones con mis amigos y mis comprensiones acerca de ellos, todo lo que le había dicho a don Juan con referencia a esto, había sido olvidado por completo. Era como si algo hubiera borrado todo eso de mi mente. 

Me maravillé unas cuantas veces de la facilidad con que había olvidado algo tan significativo, y de haberlo olvidado tan completamente. Todo era como se esperaba. 

Había un sola inconsistencia en lo que era por lo demás un ordenado paradigma de mi nueva vieja vida: recordaba claramente que don Juan me había dicho que mi partida del mundo de los chamanes era puramente académica y que regresaría. 

Había recordado y había escrito cada palabra de ese intercambio. Según mi razonamiento y memoria lineal normal, don Juan nunca había hecho esa declaración. ¿Cómo era posible que recordara algo que nunca había sucedido? Cavilé inútilmente. 

Mi seudo-recuerdo era lo suficientemente extraño como para moverme a hacer algo, pero luego decidí que no tenía caso. En lo que a mí concernía, estaba fuera del ambiente de don Juan. Siguiendo las sugerencias de don Juan en relación a mi comportamiento con aquellos que me habían hecho favores, había llegado a una decisión de proporciones gigantescas para mí: la de honrar y dar gracias a mis amigos antes de que fuera demasiado tarde. 

Un caso era el de mi amigo Rodrigo Cummings. Un acontecimiento con mi amigo Rodrigo, sin embargo, tumbó mi nuevo paradigma, conduciéndolo a su destrucción total.

Mi actitud hacia él sufrió un cambio radical al vencer mi competitividad con él. Encontré que era lo más fácil del mundo proyectarme cien por ciento en lo que hiciera Rodrigo. De hecho, yo era exactamente como él, pero no lo supe hasta que dejé de hacerle competencia. 

Fue cuando surgió la verdad con una intensidad horrenda. Uno de los mayores deseos de Rodrigo era terminar la carrera universitaria. Cada semestre, se inscribía y tomaba cuantos cursos podía. Luego, al progresar el semestre los iba dejando. A veces dejaba por completo la universidad. En otras ocasiones, seguía en un solo curso de tres unidades hasta el final. 

Durante su último semestre, se mantuvo en un curso de sociología porque le gustaba. Se acercaba el examen final. Me dijo que tenía tres semanas para estudiar, para leer el texto del curso. Pensaba que era una cantidad de tiempo exorbitante para leer solamente seiscientas páginas. Se consideraba un lector veloz, con un alto nivel de retención; a su parecer, tenía una memoria fotográfica de casi cien por ciento. Pensaba que tenía muchísimo tiempo antes del examen, así es que me pidió que le ayudara a arreglar su coche que usaba para su trabajo de entregar periódicos. 

Quería quitarle la puerta de la derecha para poder tirar el periódico directamente sin hacer la maniobra de tirarlo sobre el techo desde la ventanilla izquierda. Le hice notar que era zurdo, y me respondió que entre sus muchas dotes, de las cuales sus amigos no se daban cuenta, estaba la de ser ambidiestro. 

Tenía razón; nunca lo había yo notado. Después de que lo ayudé a quitar la puerta, decidió quitarle el forro al techo, ya que estaba muy roto. Dijo que su coche estaba en óptimas condiciones mecánicas y que lo llevaría a Tijuana, México (que como buen Angelino de aquel tiempo llamaba TJ), para que le volvieran a poner el forro por unos cuantos pesos. 

-Podríamos disfrutar un buen viaje -dijo con gusto. Hasta eligió los amigos que iban a acompañarlo-. En TJ, ya sé que vas a andar buscando libros de segunda porque eres un culo. Los demás vamos a ir a un burdel. Conozco unos cuantos. Nos tomó una semana para quitar el forro y lijar la superficie de metal para prepararla para el nuevo forro. 

A Rodrigo le quedaban dos semanas más para estudiar, y todavía lo consideraba demasiado tiempo. Me involucró en ayudarle a pintar su apartamento y barnizar los pisos. Nos tomó más de una semana para pintarlo y lijar los pisos de madera. No quería cubrir el papel tapiz con pintura en una habitación. Tuvimos que alquilar una máquina de vapor para quitar el papel tapiz. Claro que ni Rodrigo ni yo sabíamos cómo usar la máquina, así es que terminamos haciendo una macana de trabajo. 

Terminamos usando Topping, una mezcla finísima de yeso y otros materiales que le dan una superficie plana a una pared. Después de todas estas faenas, Rodrigo tenía solamente dos días para empollar seiscientas páginas en su cabeza. Se metió en un maratón de lectura de día y noche, con la ayuda de anfetaminas. 

Rodrigo sí fue a la universidad el día del examen y sí se sentó en su pupitre y sí recibió la hoja para el examen de respuestas múltiples. Lo que no hizo fue mantenerse despierto para tomar el examen. Su cuerpo cayó hacia delante y se dio contra la tapa del pupitre con la cabeza, con un fuerte golpe. 

Se tuvo que suspender el examen durante un rato. El maestro de sociología se puso histérico como también los alumnos que rodeaban a Rodrigo. Tenía el cuerpo tieso y helado. La clase entera sospechaba lo peor; creían que se había muerto de un ataque cardíaco. Vinieron los paramédicos a llevárselo. 

Después de un examen preliminar, declararon que Rodrigo estaba profundamente dormido y se lo llevaron al hospital para que se le pasaran los efectos de las anfetaminas. 

Mi proyección dentro de Rodrigo Cummings fue tan total que me espantó. Yo era exactamente igual. La semejanza se volvió insostenible para mí. En un acto que yo consideré como total, nihilista y suicida, me alquilé un cuarto en un hotel desvencijado en Hollywood. 

Las alfombras era verdes y tenían horrendas quemaduras de cigarros que evidentemente se habían apagado antes de volverse incendios. Tenía cortinas verdes y pardas paredes verdes. La luz intermitente del anuncio del hotel brillaba toda la noche por la ventana. Terminé haciendo exactamente lo que me había pedido don Juan, pero de manera indirecta. 

No lo hice por cumplir con los requisitos de don Juan o con la intención de hacer las paces. Sí me quedé en ese cuarto de hotel durante meses, hasta que mi persona, como don Juan me había propuesto, murió, hasta que no me importaba si estaba solo o acompañado. 

Después de dejar el hotel me fui a vivir solo, más cerca a la universidad. Continué con mis estudios antropológicos, los que nunca había interrumpido, y empecé un negocio muy provechoso con una socia. Todo estaba en orden hasta un día cuando me llegó la realización de que iba a pasar el resto de mi vida preocupado por mi negocio, o preocupado por la fantasmagórica opción entre ser académico o negociante, o preocupado por las excentricidades y andanzas de mi socia; y esa realización fue como una patada a la cabeza.

Una verdadera desesperación atravesó las profundidades de mi ser. Por primera vez en mi vida, a pesar de lo que había hecho y visto, no tenía salida. Estaba totalmente perdido. Empecé seriamente a jugar con la idea de buscar la forma menos dolorosa y más pragmática para acabar conmigo mismo. 

Una mañana, unos golpes fuertes e insistentes a la puerta me despertaron. Creí que era la propietaria, y estaba seguro de que si no contestaba entraría con la llave maestra. Abrí la puerta y ¡allí estaba don Juan! 

Me sorprendí tanto que me quedé yerto. Tartamudeé, balbuceé sin poder decir palabra. Quería besarle la mano, ponerme de rodillas delante de él. Don Juan entró y se sentó con gran soltura a la orilla de mi cama. 

-Hice el viaje a Los Ángeles -dijo- sólo para verte. 

Quise llevarlo a desayunar, pero me dijo que tenía otras cosas que atender y que tenía no más que un minuto para hablar conmigo. Rápidamente le conté de mi experiencia en el hotel. Su presencia me había creado tal estado de caos que ni me dio por preguntarle cómo había dado con mi lugar. 

Le dije a don Juan cuán intensamente había lamentado lo que le había dicho en Hermosillo. 

-No tienes que disculparte -me aseguró-. Cada uno de nosotros hacemos lo mismo. Una vez, salí corriendo del mundo de los chamanes y llegué al punto de morirme antes de darme cuenta de mi estupidez. 

Lo importante es llegar al punto de ruptura, de la manera que sea, y es exactamente lo que has hecho. El silencio interno se está volviendo real para ti. Es por esa razón que estoy aquí delante de ti hablándote. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? 

Creí que comprendía lo que quería decirme. Pensé que él había intuido o leído, como leía cosas en el aire, que estaba yo en las últimas y que había venido a rescatarme. 

-No tienes tiempo que perder -me dijo-. Tienes que disolver tu negocio dentro de una hora, porque una hora es todo lo que puedo esperar; no porque no quiera esperar, sino porque el infinito me está apremiando despiadadamente. 

Digamos que el infinito te da una hora para que te canceles a ti mismo. Para el infinito, la única empresa que vale para el guerrero es la libertad. Cualquier otra empresa es fraudulenta. ¿Puedes disolver todo en una hora? 

No tenía que asegurarle que lo haría. Sabía que tenía que hacerlo. Don Juan me dijo entonces, que una vez que hubiera logrado disolver todo, iba a esperarme en un mercado en un pueblo de México. 

En mi esfuerzo por pensar en la disolución de mi negocio, pasé por alto lo que me estaba diciendo. Lo repitió, y claro, pensé que estaba bromeando. 

-¿Cómo puedo llegar a ese pueblo, don Juan? ¿Quiere que vaya en coche, que tome un avión? -le pregunté. 

-Disuelve primero tu negocio -ordenó-. Entonces vendrá la solución. Pero recuerda, te espero sólo una hora. 

Salió del apartamento, y apasionada y febrilmente, emprendí la disolución de todo lo que tenía. Desde luego, me tomó más de una hora, pero no me detuve para considerar esto, porque una vez que había puesto a andar la disolución del negocio, el envión me llevó.

Fue sólo al terminar que me enfrenté con el verdadero dilema. Supe entonces que había fracasado. Me quedaba sin negocio y sin posibilidad de llegar a don Juan. 

Me fui a la cama y busqué el único consuelo en que podía pensar: la quietud, el silencio. Para facilitar el advenimiento del silencio interno, don Juan me había enseñado una manera de sentarme en la cama, con las rodillas dobladas y las suelas de los pies tocándose, las manos sobre los tobillos, empujando para tener juntos los pies. 

Me había regalado un palo grueso y redondo, que siempre tenía a la mano no importaba dónde fuera. Era de unos cuarenta y tres centímetros de largo para soportar el peso de mi cabeza al inclinarme sobre él y poner el palo en el suelo entre mis pies y el otro extremo, que estaba acolchonado, en medio de mi frente. 

Cada vez que adoptaba esta postura, me dormía profundamente en unos instantes. Debí haberme dormido con mi acostumbrada facilidad, porque soñé que estaba en el pueblo mexicano donde don Juan me había dicho que iba a encontrarme. Siempre me había intrigado ese pueblo. Había mercado una vez por semana y los agricultores que vivían en esa región traían sus productos para venderlos. Lo que me fascinaba más de ese pueblo era el camino pavimentado que conducía a él, que pasaba por una colina empinada a la misma entrada del pueblo. 

Muchas veces me había sentado en una banca junto a un puesto de quesos y había mirado hacia esa colina. Veía a la gente que llegaba al pueblo con sus burros y sus cargas, pero veía primero sus cabezas; al ir acercándose, veía más de sus cuerpos hasta el momento cuando estaban en la cima de la colina y les veía de cuerpo entero. 

Siempre me parecía que emergían de la tierra, lentamente o muy rápidamente, según su velocidad. En mi sueño, don Juan me esperaba junto al puesto de quesos. Me acerqué. 

-Lo lograste desde tu silencio interior -dijo, dándome una palmadita-. 

Pudiste llegar a tu punto de ruptura. Por un momento, empecé a perder esperanza. Pero me quedé, sabiendo que ibas a llegar. 

En ese sueño, fuimos a dar un paseo. Estaba más feliz de lo que jamás había estado. El sueño era tan vivo, tan terriblemente real que me dejó sin ninguna duda de que había resuelto el problema, aunque el resolverlo había sido un sueño-fantasía. 

Don Juan se rió, moviendo la cabeza. Definitivamente me había leído el pensamiento. -No estás en un simple sueño -dijo-, pero ¿quién soy yo para decírtelo? Tú lo sabrás algún día, que no hay sueños desde el silencio interno, porque elegirás saberlo. 

3. COMENTARIO A: APREMIADO POR EL INFINITO

Por delante quedaba tomar una decisión definitiva, permanecer en mi ciudad natal, Málaga, donde vive mi familia o marcharme hacia Granada a vivir mis últimos años. Era el mes de junio de 2018 y los propietarios de la vivienda donde yo vivía de alquiler me dieron un ultimátum, tenía que dejar la casa. Pensé, que podría marcharme pasado el verano para disfrutar de la temporada de playa antes de irme hacia la montaña, pero no pudo ser, se empecinaron bien y me vi obligado a marchar, fue algo duro, dejar atrás a mis hijos, mi ciudad para irme a vivir a un pueblo donde llevo 8 años viviendo y no le he encontrado aliciente alguno.

Así actúa el infinito, él mismo te acaba condicionando sin pedirlo, Castaneda recibe un comando de don Juan y él no puede negarse, porque nada hay en su vida que valga la pena vivir salvo el camino del guerrero y su recompensa: la libertad total.

Entrar en contacto con el silencio interior es contactar con el infinito y formar parte de él.