AUTOR DEL BLOG DE LA UNIVERSIDAD DE DOGOMKA

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El cielo me ha fascinado desde que tuve uso de razón. A los 13 años de edad realicé un trabajo sobre el Sistema Solar en la escuela y gané un premio, mi tía Paqui me obsequió con mi primer libro de astronomía, escrito por José Comás Solá, estudiando este libro, nació mi vocación por la astronomía. Cada noche salía al campo para identificar y conocer las estrellas, solía llevar conmigo unos binoculares y pasaba largas horas viendo el firmamento. Mi madre me regaló mi primer telescopio. Me formé como matemático y estudié complementos de astronomía posicional y astrofísica teórica, colaboré escribiendo artículos tanto en inglés como en español para tres revistas: «Sky and Telescope» (EE.UU.); «The Astronomer» (R.U.) y «Tribuna de Astronomía» (España) entre 1982 y 1988. Actualmente tengo 62 años y he realizado un posgrado sobre Historia de la Ciencia, su filosofía y lógica en la UNED y estoy prejubilado.

domingo, 23 de noviembre de 2025

[17] LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN. Octubre de 1965. SER GUERRERO.

El último hecho que registré en mis notas de campo tuvo lugar en septiembre de 1965. Fue la última de las enseñanzas de don Juan. 

Lo llamé "un estado especial de realidad no ordinaria" porque no los produjo ninguna de las plantas que yo había usado con anterioridad. 

Al parecer don Juan lo provocó por medio de una manipulación cuidadosa de indicaciones acerca de sí mismo; es decir, se portó frente a mi en una forma tan hábil, que creó la impresión clara y sostenida de no ser realmente él mismo, sino alguien que lo suplantaba. 

Como resultado, experimenté un profundo sentido de conflicto; quería creer que se trataba de don Juan, y sin embargo no podía estar seguro. La concomitante del conflicto fue un terror consciente tan agudo que minó mi salud por varias semanas. 

Después pensé que habría sido prudente poner fin entonces a mi aprendizaje. Desde aquel tiempo, nunca he sido participante, pero don Juan no ha cesado de considerarme aprendiz. 

Ha visto en mi retiro sólo un periodo necesario de recapitulación, otro paso de aprendizaje, que puede durar indefinidamente. Sin embargo, desde entonces, jamás me ha expuesto sus conocimientos. 

Escribí la crónica detallada de mi última experiencia casi un mes después de que ocurrió, aunque tenía ya copiosas notas sobre sus puntos destacados, escritas al día siguiente, durante las horas de gran agitación emotiva que precedieron al punto más intenso de mi terror. 


Viernes, 29 de octubre de 1965


El jueves 30 de septiembre de 1965 fui a ver a don Juan. Los estados breves y someros de realidad no ordinaria persistían a pesar de mis deliberados intentos por ponerles fin, o sacudírmelos de encima como don Juan había sugerido. 

Yo sentía que mi condición iba empeorando, pues aumentaba la duración de tales estados. Tomé conciencia aguda del ruido de los aeroplanos. El ruido de sus motores al pasar por encima captaba inexorablemente mi atención y la fijaba, hasta el punto en que me parecía seguir al avión como si fuera dentro de él o volara con él. 

Esta sensación era muy molesta. La incapacidad de sacudírmela me producía una honda angustia. Don Juan, tras escuchar atentamente todos los detalles, concluyó que yo sufría de pérdida del alma. 

Le dije que tenía estas alucinaciones desde la vez que fumé los hongos, pero él insistió en que eran cosa nueva. Dijo que antes yo tenía miedo y "soñaba cosas sin sentido", pero que ahora estaba en verdad embrujado. 

La prueba era que el ruido de los aviones en vuelo podía arrastrarme. Por lo común, dijo, el ruido de un arroyo o de un río puede atrapar a un embrujado que ha perdido el alma y arrastrarlo a su muerte.

Luego me pidió describir todas mis actividades durante la época anterior a las alucinaciones. Enumeré todas las actividades que pude recordar. Y de mi recuento, él dedujo el sitio donde yo había perdido el alma. 

Don Juan parecía francamente preocupado, cosa del todo insólita en él. Esto, como es natural, aumentó mi aprensión. Dijo que no tenía una idea definida de quién había atrapado mi alma, pero quienquiera que fuese, pretendía sin duda matarme o enfermarme de gravedad. 

Luego me dio instrucciones precisas acerca de una "forma para pelear", una posición corporal especifica que yo debería mantener, permaneciendo en mi sitio benéfico. 

Tenía que conservar esta postura que él llamaba forma. Le pregunté a qué venía todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había tomado mi alma y si era posible recuperarla. 

Mientras tanto, yo debía permanecer en mi sitio hasta su regreso. 

La forma para pelear era en realidad una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo debía usarla si me atacaban. 

Consistía en palmotear contra la pantorrilla y el muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.

Me advirtió que la forma debía adoptarse sólo en momentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas cruzadas. 

Pero en circunstancias de peligro extremo, tenía el recurso de un último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. 

Me dijo que por lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no tenía ninguno me era forzoso usar cualquier piedra que cupiese en la palma de mi mano derecha, una piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. 

Dijo que tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudablemente en peligro de perder la vida. El lanzamiento del objeto tenía que acompañarse con un grito de guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. 

Insistió en recomendarme cuidado y deliberación con el gritó, y no emplearlo al azar, sino sólo con "severas condiciones de seriedad". 

Le pregunté qué quería decir con "severas condiciones de seriedad". Dijo que el clamor, o grito de guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenia que ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de poder, y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. 

Dijo que éstas eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito. Le pedí explicación sobre el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. 

Dijo que era algo que corría a través del cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado; era una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. 

Era una fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba debidamente, el grito de batalla sería perfecto. 

De nuevo le pregunté si pensaba que algo iba a ocurrirme. 

Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramáticamente quedarme pegado a mi sitio cuanto fuese necesario, porque ésa era la única protección que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar. 

Empecé a asustarme; le supliqué ser más explícito. 

Dijo que todo cuanto sabía era que yo no debía moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar en la casa ni ir al matorral. Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola palabra, ni siquiera a él. 

Dijo que si me daba mucho miedo podía cantar mis canciones de Mescalito y añadió que yo ya sabia demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesario señalarme, como a un niño, la importancia de hacer todo correctamente. 

Sus admoniciones me provocaron un estado de angustia profunda. Estuve seguro de que él esperaba que algo ocurriese. Le pregunté por qué me recomendaba cantar las canciones de Mescalito, y qué cosa creía él que fuera a asustarme. 

Rió y dijo que tal vez me diese miedo de estar solo. Entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Miré mi reloj. Eran las 7 de la tarde. Estuve sentado en calma un largo rato. No salían ruidos del cuarto de don Juan. Todo estaba tranquilo, Hacía viento. 

Pensé en correr a mi coche a sacar una mampara, pero no me atreví a actuar contra el consejo de don Juan. 

No tenía sueño, sino cansancio; el viento frío me imposibilitaba descansar. Cuatro horas después oí a don Juan caminar en torno a la casa. 

Pensé que podía haber salido por la parte trasera para orinar en el matorral. 

Entonces me llamó con voz fuerte. 

-¡Oye muchacho! ¡Oye muchacho! Ven aquí -dijo. 

Casi me levanté para ir con él. Era su voz, pero no su tono, ni sus palabras de costumbre. Don Juan nunca me había dicho "oye muchacho". 

De modo que seguí donde me hallaba. 

Un escalofrío corrió a lo largo de mi espalda. Él empezó a gritar de nuevo, usando la misma frase o una similar. Lo oí dar vuelta a la pared trasera de su casa. Tropezó con una pila de leña como si no supiera que estaba allí. Luego llegó al zaguán y se sentó junto a la puerta, con la espalda contra la pared. 

Parecía más pesado que de costumbre. Sus movimientos no eran lentos ni torpes, sólo más pesados. Se dejó caer a plomo en el suelo, en vez de deslizarse ágilmente como solía. Además, ése no era su sitio, y don Juan nunca, bajo ninguna circunstancia, se sentaba en ningún otro lugar. 

Entonces volvió a hablarme, preguntó por qué me había yo negado a ir cuando él me necesitaba. 

Hablaba con voz fuerte. Yo no quería mirarlo y sin embargo experimentaba una urgencia compulsiva de observarlo. Empezó a mecerse levemente de un lado a otro. 

Cambié de postura, adopté la forma para pelear que él me enseñó, y me volvía para encararlo. Mis músculos estaban tensos. No sé qué me movió a adoptar la forma de pelea, acaso fue el creer que don Juan quería asustarme creando la impresión de que, en realidad, la persona que yo estaba viendo no era él mismo. 

Pensé que ponía mucho cuidado en hacer cosas fuera de costumbre, para implantar la duda en mi mente. Tuve miedo, pero aun así me sentía por encima de todo aquello, porque de hecho me hallaba evaluando y analizando la secuencia completa. En ese punto, don Juan se levantó. Sus movimientos fueron completamente desconocidos. 

Puso los brazos frente al cuerpo y se empujó hacia arriba, alzando primero la espalda; luego asió la puerta y enderezó la parte superior del cuerpo. Me asombró la honda familiaridad que yo tenia con sus movimientos, y el sentimiento terrible que él creaba al hacerme ver un don Juan que no se movía como don Juan. 

Dio unos pasos hacia mí. Sostenía con ambas manos la parte inferior de su espalda, como si tratara de enderezarse o sufriera un dolor. Gemía y resoplaba. Parecía tener tapada la nariz. 

Dijo que me iba a llevar y me ordenó levantarme y seguirlo. Caminé hacia el lado oeste de la casa. Cambié de posición para encararlo. Se volvió hacia mí. 

Yo no me moví de mi sitio; estaba pegado a él. 

-¡Oye muchacho! -vociferó-. Te dije que vengas conmigo. ¡Si no vienes te llevo a empujones! 

Se me acercó. Empecé a golpearme la pantorrilla y el muslo y a bailar aprisa. Don Juan llegó al filo del zaguán, frente a mí y casi me tocó. 

Frenéticamente dispuse mi cuerpo para adoptar la posición de lanzamiento, pero él cambió de dirección y se alejó hacia los matorrales a mi izquierda. 

En cierto momento, mientras se alejaba, se volvió de pronto, pero yo le daba la cara. Se perdió de vista. Conservé la postura de pelea un rato más, pero como ya no lo vi me senté de nuevo con las piernas cruzadas y la espalda contra la roca. 

A estas alturas me hallaba realmente asustado. Quise huir corriendo, pero esa idea me aterraba más aún. Sentí que, si él me atrapaba en el camino a mi coche, quedaría completamente a su merced. 

Empecé a cantar las canciones de Mescalito que sabía. Pero sentía de algún modo que allí eran impotentes. Sólo servían de pacificador, pero me serenaron. Las canté una y otra vez. Eran las tres menos cuarto de la mañana y oí un ruido dentro de la casa. 

Inmediatamente cambié de postura. La puerta se abrió de golpe y don Juan salió trastabillando. Boqueaba y se agarraba la garganta. Se arrodilló frente a mí y gimió. 

Me pidió, en voz aguda y chillona, ir a ayudarlo. Luego vociferó nuevamente y me ordenó ir. Hacía ruidos de gargarismo. Me suplicó ir a ayudarlo, porque algo lo ahogaba. 

Se arrastró sobre las manos y las rodillas hasta hallarse a poco más de un metro. Extendió las manos hacia mí. 

-¡Ven acá! -dijo. Entonces se levantó. Sus brazos estaban extendidos en mi dirección. Parecía dispuesto a aferrarme. Pateé el suelo y me di palmadas en la pantorrilla y el muslo. Estaba fuera de mí. Don Juan se detuvo y caminó hacia el costado de la casa y se internó entre los matorrales. 

Cambié de postura para encararlo. Luego volví a sentarme. Ya no quería cantar. Mi energía parecía desgastarse. Todo el cuerpo me dolía; cada músculo estaba tieso y dolorosamente contraído. No sabía qué pensar. No podía decidir si enojarme con don Juan o no. Pensé en saltarle encima, pero de alguna manera supe que él me derribaría de golpe como a un insecto. Tuve verdaderas ganas de llorar. Experimentaba una honda desesperanza; la idea de que don Juan iba a tales extremos por asustarme provocaba en mí una sensación de llanto. Me resultaba imposible hallar un motivo para comprender su tremendo despliegue histriónico; sus movimientos eran tan habilidosos que me confundían. No era como si tratara de moverse como mujer; era como si una mujer tratara de moverse igual que don Juan. 

Tuve la impresión de que esa mujer intentaba en verdad caminar y moverse con la deliberación de don Juan, pero era demasiado pesada y no tenía la ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a mí creaba la impresión de ser una mujer pesada, de menos edad, tratando de imitar los movimientos lentos de un anciano ágil. 

Estos pensamientos me arrojaron a un estado de pánico. Un grillo empezó a clamar ruidosamente, muy cerca de mí. Noté la riqueza de su tono; imaginé que tenía voz de barítono. El canto empezó a disolverse. 

De pronto, todo mi cuerpo se contrajo. Volvía adoptar la forma de lucha y encaré la dirección de donde había venido el canto del grillo. El sonido me estaba atrapando; había empezado a atraparme antes de que yo me diera cuenta de que solamente era como de grillo. 

El sonido se acercó de nuevo. Se hizo terriblemente fuerte. Empecé a cantar mis canciones de Mescalito, más y más alto. De pronto el grillo calló. Inmediatamente me senté, pero seguí cantando. 

Un momento después vi la figura de un hombre correr hacia mí, viniendo de la dirección opuesta al llamado del grillo. Palmotee sobre mi muslo y mi pantorrilla y pateé vigorosa, frenéticamente. 

La figura pasó muy aprisa, casi tocándome. Parecía un perro. Experimenté un miedo tan espantoso que quedé insensible. No recuerdo haber sentido ni pensado nada más. 

El rocío de la mañana fue refrescante. Me sentí mejor. El fenómeno, fuera lo que fuese, parecía haberse retirado. Eran las seis menos diez de la mañana cuando don Juan abrió calladamente la puerta y salió. 

Estiró los brazos, bostezando, y me miró. Dió dos pasos hacia mí, prolongando su bostezo. Vi sus ojos mirar a través de párpados entornados. Me levanté de un salto; supe entonces que quienquiera, o lo que fuera, que estuviese frente a mí, no era don Juan. 

Recogí del suelo una piedra pequeña, con filos agudos. Estaba junto a mi mano derecha. No la miré; únicamente la sostuve apretándola con el pulgar contra los dedos extendidos. 

Adopté la forma que don Juan me había enseñado. En cuestión de segundos, sentí que me llenaba un extraño vigor. Entonces grité y arrojé la piedra. Me pareció un clamor magnífico. En ese momento, no me importaba vivir ni morir. Sentí que el grito era estremecedor en su potencia. Era penetrante y prolongado, y en verdad dirigió mi puntería. 

La figura frente a mí osciló y chilló y trastabilló hacia el costado de la casa, para internarse de nuevo en el matorral. Tardé horas en calmarme. Ya no pude tomar asiento; trotaba de continuo en el mismo sitio. Tenía que respirar por la boca para recibir aire suficiente. 

A las 11 de la mañana, don Juan volvió a salir. Yo iba a dar un salto, pero los movimientos eran suyos. Fue derecho a su sitio y se sentó como solía. Me miró y sonrió. ¡Era don Juan! 

Fui a él y, en vez de enojarme, besé su mano. Creía realmente que él no había actuado para crear un efecto dramático, sino que alguien lo había suplantado para hacerme daño o matarme. 

La conversación se inició con especulaciones sobre la identidad de una persona femenina que supuestamente había tomado mi alma. Luego don Juan me pidió contarle cada detalle de mi experiencia. Narré toda la secuencia de eventos en una forma muy deliberada. El rió todo el tiempo, como si fuera un chiste. 

Cuando terminé, dijo: 

-Te fue bien. Ganaste la batalla por tu alma. Pero el asunto es más serio de lo que yo creía. Anoche tu vida no valía ni un duro. Tu buena suerte fue que sabías lo suficiente y te defendiste. De no haber tenido un poco de preparación, ahorita estarías muerto, porque lo que te visitó anoche tenía ganas de acabar contigo.

-¿Cómo es posible, don Juan, que alguien tomara la forma de usted? 

-Muy sencillo. Lo que te visitó anoche fue una diablera y tiene un buen ayudante del otro lado. Pero no fue muy buena para tomar mi apariencia, y tú diste con el truco. 

-¿Un ayudante del otro lado es lo mismo que un aliado? 

-No, un ayudante es la ayuda de otro diablero. Un ayudante es un espíritu que vive del otro lado del mundo y ayuda al diablero a causar enfermedad y dolor. Lo ayuda a matar. -¿Puede un diablero tener también un aliado, don Juan? 

-Por supuesto, si son los diableros los que tienen aliados, pero antes de que un diablero pueda domar a un aliado, el diablero acostumbra a tener un ayudante que lo auxilie en sus tareas. 

-¿Y la mujer que tomó su forma, don Juan? ¿Tiene sólo ayudante y no aliado? 

-No sé si tenga aliado o no. A algunas personas no les gusta el poder de un aliado y prefieren un ayudante. Domar un aliado es trabajo duro. Sale más fácil conseguir un ayudante del otro lado. 

-¿Piensa usted que yo podría conseguir un ayudante? 

-Para saberlo, tienes que aprender mucho más. Estamos otra vez al principio, casi como el primer día que viniste a pedirme hablar de Mescalito, y yo no podía porque no me habrías entendido ni una palabra. Ese otro lado es el mundo de los diableros. 

Creo que lo mejor será decirte lo que yo creo y siento, como lo hizo mi benefactor. El era diablero y guerrero; su vida se inclinaba hacia la fuerza y la violencia del mundo. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Esa es mi naturaleza. Tú has visto mi mundo desde el principio. En cuanto a enseñarte el camino de mi benefactor, nada más puedo dejarte en la puerta, y tú tendrás que decidir solo; tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. 

Debo reconocer ahora que cometí un error contigo. Habría sido mucho mejor, ahora lo veo, empezar como yo mismo empecé. Así es más fácil darse cuenta de cuán sencilla y a la vez cuán profunda es la diferencia. 

Un diablero es un diablero y un guerrero es un guerrero. O se puede ser las dos cosas. Hay bastante gente que son las dos cosas. Pero un hombre que sólo recorre los caminos de la vida lo es todo. 

Hoy no soy ni guerrero ni diablero. Para mí ya no hay nada de eso. Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento. 

Hizo una pausa. Su rostro reflejaba un estado de ánimo peculiar; parecía inusitadamente serio. Yo no sabía qué preguntar ni qué decir. 

Don Juan prosiguió: 

-La cosa que hay que aprender es cómo llegar a la raja entre los mundos y cómo entrar en el otro mundo. Hay una raja entre los dos mundos, el mundo de los diableros y el mundo de los hombres vivos. 

Hay un lugar donde los dos mundos se montan el uno sobre el otro. La raja está ahí. Se abre y se cierra como una puerta con el viento. Para llegar allí, un hombre debe ejercer su voluntad. Debe, diría yo, desarrollar un deseo indomable, una dedicación total. 

Pero debe hacerlo sin ayuda de ningún poder ni de ningún hombre. El hombre sólo debe reflexionar y desear hasta el momento en que su cuerpo esté listo para emprender el viaje. 

Ese momento se anuncia con un temblor prolongado de los miembros y vómitos violentos. Por lo general, el hombre no puede dormir ni comer, y se va gastando. 

Cuando las convulsiones ya no cesan, el hombre está listo para partir, y la raja entre los mundos aparece enfrente de sus ojos como una puerta monumental: una rendija que sube y baja. 

Cuando se abre, el hombre tiene que colarse por ella. Del otro lado de esa frontera es difícil distinguir. Hace viento, como polvareda. El viento se arremolina. El hombre debe entonces caminar en cualquier dirección. El viaje será corto o largo, según su fuerza de voluntad. Un hombre de voluntad fuerte hace viajes cortos. Un hombre débil, indeciso, viaja largo y con dificultades. 

Después de este viaje, el hombre llega a una especie de meseta. Se pueden distinguir con claridad algunos de sus rasgos. Es un plano encima de la tierra. Se le reconoce por el viento, que allí sopla todavía más fuerte: golpea, ruge por todo el derredor. 

En la parte más alta de esa meseta está la entrada al otro mundo. Y hay una especie de piel que separa los dos mundos; los muertos la atraviesan sin ruido, pero nosotros tenemos que romperla con un grito. 

El viento reúne fuerza, el mismo viento indómito que sopla en la meseta. Cuando el viento ha juntado fuerza suficiente, el hombre tiene que gritar y el viento lo empuja al otro lado. 

Aquí también su voluntad debe ser inflexible, para poder combatir al viento. Todo lo que necesita es un empujón suave, y no que el viento lo mande al fin del otro mundo. 

Una vez que está del otro lado, tiene que vagar por allí. Su buena suerte sería encontrar un ayudante cerca, no muy lejos de la entrada. El hombre tiene que pedirle ayuda. 

En sus propias palabras, tiene que pedir al ayudante que lo instruya y lo haga diablero. Cuando el ayudante acepta, mata al hombre allí mismo, y mientras está muerto le enseña. 

Cuando hagas el viaje, a lo mejor encuentras a un gran diablero en el ayudante que te mate y te enseñe; eso depende de tu suerte. Pero las más de las veces uno encuentra brujos de mala muerte sin gran cosa que enseñar. Pero ni tú ni ellos tienen el poder de negarse. 

En el mejor de los casos hallar un ayudante macho para no caer en manos de una diablera que lo haga a uno sufrir en forma increíble. Las mujeres siempre son así. Pero eso depende de la pura suerte, a no ser que el benefactor de uno sea también un gran diablero, caso en el que tendrá muchos ayudantes en el otro mundo y puede mandarlo a uno a ver a un ayudante en particular. Mi benefactor era uno de esos hombres. "Me guió al encuentro de su espíritu ayudante. Después de que regreses, ya no serás el mismo. 

Estás comprometido a volver y a ver seguido a tu ayudante. Y estás comprometido a alejarte más y más de la entrada, hasta que por fin un día irás demasiado lejos y no podrás regresar. A veces un diablero pesca un alma y la empuja por la entrada y la deja a la custodia de su ayudante mientras él le roba a la persona toda su voluntad. En otros casos, el tuyo por ejemplo, el alma pertenece a una persona de voluntad fuerte, y el diablero sólo puede guardarla en su morral, porque es demasiado difícil llevársela al otro lado. 

En tales casos, como en el tuyo, una batalla puede resolver el problema: una batalla en que el diablero se juega el todo por el todo. Esta vez perdió el combate y tuvo que soltar tu alma. De haber ganado, se la llevaba a su ayudante para que se quede con ella. 

-Pero ¿cómo le gané? 

-No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. 

La diablera escogió el momento en que yo no estaba como la mejor hora para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu propia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible. 

-¿Cómo me habría matado de haberme movido? 

-Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando. 

-¿Qué va a suceder ahora, don Juan? 

-Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla.

Anoche aprendiste muchas cosas. Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había terminado. 

Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el sentimiento de que la reconocería. Pero no pude. Ese mismo día, empezando a anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. 

Allí me dio instrucciones largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. 

Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. 

Oí un crujir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más cerca. 

En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme, mis rodillas se vencieron; caí por tierra, chillando. 

Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas. 

Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. 

Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico; y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable. 

Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefactor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento. 

                                                                                       FIN



[16] LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN. De Enero a Abril de 1965. SER Y SENTIRSE COMO CUERVO.

 


Miércoles, 27 de enero de 1965

El martes 19 de enero fumé nuevamente la mezcla alucinógena. Le había dicho a don Juan que el humito me asustaba, y que le tenía mucha aprensión. Él dijo que yo debía probarlo de nuevo para evaluarlo con justicia. 

Entramos en su cuarto. Eran casi las dos de la tarde. Sacó la pipa. Fui por las brasas y nos sentamos uno frente a otro. Dijo que iba a calentar la pipa y a despertarla, y que si me fijaba bien la vería relumbrar. 

Llevó la pipa a sus labios tres o cuatro veces y chupó a través de ella. La frotó con ternura. De pronto me hizo un signo casi imperceptible con la cabeza, indicándome que mirara el despertar de la pipa. Miré, pero no pude verlo. 

Me entregó la pipa. Llené el cuenco con mi propia mezcla, y luego recogí una brasa usando unas tenazas que había hecho con unas pinzas de madera para ropa y que había estado guardando para esta ocasión. 

Don Juan miró mis tenazas y empezó a reír. Vacilé un momento, y el carbón se pegó a las tenazas. No me atreví a golpearlas contra el cuenco de la pipa, y tuve que escupir en la brasa para apagarla. 

Don Juan volvió la cabeza y se cubrió el rostro con el brazo. Su cuerpo se sacudía. Por un momento creí que lloraba, pero estaba riendo en silencio. La acción se interrumpió largo rato luego él mismo recogió velozmente una brasa, la puso en el cuenco y me ordenó fumar. 

Se requería todo un esfuerzo para chupar a través de la mezcla; parecía ser muy compacta. Tras el primer intento ya tenía yo el fino polvo en la boca. La adormeció al punto. Yo veía el resplandor en el cuenco, pero jamás sentí el humo como se siente el humo de un cigarro. Sin embargo, tenía la sensación de inhalar algo, algo que primero llenaba mis pulmones y luego se impulsaba hacia abajo para llenar el resto de mi cuerpo. 

Conté veinte inhalaciones, y después la cuenta ya no importó. Empecé a sudar; don Juan me miró fijamente y me dijo que no tuviera miedo e hiciese exactamente lo que él me indicara. 

Traté de responder "bueno", pero en vez de ello produje un extraño sonido ululante. Continuó resonando después de que hube cerrado la boca. 

El sonido sobresaltó a don Juan, quien tuvo otro ataque de risa. Quise decir "sí" con la cabeza, pero ésta no podía moverla. Don Juan me abrió suavemente las manos y se llevó la pipa. 

Me ordenó acostarme en el piso, pero sin dormirme. Pensé que tal vez me ayudaría a acostarme, pero no lo hizo. Sólo me miraba sin interrupción. 

De pronto vi girar el cuarto y me hallé mirando a don Juan desde una postura de costado. A partir de ese punto, las imágenes se hicieron extrañamente borrosas, como en un sueño. 

Puedo acordarme vagamente de haber oído a don Juan hablarme mucho durante el tiempo que estuve inmovilizado. No experimenté miedo, ni desagrado, durante el estado en sí, ni me sentí mal al despertar el día siguiente. 

Lo único fuera de lo común fue que no pude pensar con claridad por un largo rato después de despertar. Luego, gradualmente, en un periodo de cuatro o cinco horas, volví a ser yo mismo.


Miércoles, 20 de enero de 1965 


Don Juan no habló de mi experiencia ni me pidió que se la relatara. Solamente comentó que me había dormido demasiado pronto. 

-La única forma de seguir despierto es convertirse en pájaro o grillo o algo por el estilo -dijo. 

-¿Cómo se hace eso, don Juan? 

-Es lo que te estoy enseñando. 

-¿Te acuerdas de lo que te dije ayer cuando estabas sin cuerpo? 

-No puedo recordar claramente. Yo soy un cuervo. Te estoy enseñando a convertirte en cuervo. Cuando aprendas eso, seguirás despierto y te moverás con libertad; de otro modo siempre estarás pegado al suelo, dondequiera que caigas.


Domingo, 7 de febrero de 1965 


Mi segunda prueba con el humito tuvo lugar a eso del mediodía del domingo 31 de enero. Desperté al día siguiente, al empezar la noche. Me sentía poseedor de un poder fuera de lo común para recordar lo que don Juan me había dicho durante la experiencia. 

Sus palabras estaban impresas en mi mente. Yo seguía oyéndolas con claridad y persistencia extraordinarias. Durante esta prueba hubo otro hecho que se me hizo obvio: mi cuerpo entero se había entumido poco después de que empecé a tragar el polvo fino que se me introducía por la boca cada vez que fumaba. 

De modo que, no sólo inhalaba el humo, sino también ingería la mezcla. Traté de narrar mi experiencia a don Juan; él dijo que yo no había hecho nada importante. 

Dije que podía recordar cuanto había ocurrido, pero él no quería saber de eso. Cada recuerdo era preciso e inconfundible. El proceso de fumar había sido el mismo que en el intento previo. 

Era casi como si ambas experiencias perfectamente pudieran yuxtaponerse, y yo pudiese iniciar mi recuento desde el momento en que la primera experiencia terminaba. 

Recordaba con claridad que desde el instante de caer de costado sobre el piso estuve completamente privado de sentimiento y pensamiento. Pero mi claridad no se menoscaba en modo alguno. 

Recuerdo haber tenido mi último pensamiento más o menos en el momento en que el cuarto se convirtió en un plano vertical: "Debí de golpearme la cabeza en el suelo, pero no siento dolor." Desde ese momento sólo pude ver y oír. 

Me era posible repetir cada palabra que don Juan había dicho. Seguí una por una todas sus indicaciones. Parecían claras, lógicas y fáciles. Dijo que mi cuerpo estaba desapareciendo y sólo mi cabeza quedaría y en tal circunstancia la única manera de seguir despierto y moverse era convertirse en cuervo. 

Me ordenó esforzarme por parpadear, añadiendo que cuando pudiese hacerlo estaría listo para proceder. Luego me dijo que mi cuerpo se había desvanecido por entero y que yo no tenía sino mi cabeza; dijo que la cabeza nunca desaparece porque es lo que se transforma en cuervo. 

Me ordenó parpadear. Sin duda, repitió esta orden y todas las demás, incontables veces, pues yo podía acordarme de ellas con extraordinaria claridad. 

Debí de parpadear, pues don Juan dijo que me hallaba listo y me ordenó enderezar la cabeza y ponerla sobre la barbilla. 

Dijo que en la barbilla estaban las patas de cuervo. Me instó a sentir las patas y a observar que iban saliendo despacio. Luego dijo que yo no estaba sólido aún, que debía crecerme una cola, y que la cola saldría de mi cuello. 

Me ordenó extender la cola como un abanico y sentirla barrer el suelo. Luego habló de las alas del cuervo, y dijo que saldrían de mis pómulos. Dijo que era duro y doloroso. Me ordenó desplegarlas. Dijo que habían de ser extremadamente largas, tanto como me fuera posible extenderlas; de otro modo no podría yo volar. 

Me dijo que las alas estaban saliendo y eran largas y hermosas, y que yo debía agitarlas hasta que fueran alas de verdad. 

Habló de la parte superior de mi cabeza y dijo que aún era muy grande y pesada; su bulto me impediría el vuelo. La manera de reducir su tamaño era parpadear; con cada parpadeo mi cabeza se achicaría más. 

Me ordenó parpadear hasta que el peso de arriba hubiese desaparecido y yo pudiera saltar libremente. Luego me dijo que había reducido mi cabeza al tamaño de un cuervo, y que debía caminar y saltar hasta perder la solidez y el entumecimiento. 

Antes de poder volar, dijo, tenía yo que cambiar una última cosa. Era el cambio más difícil, y para llevarlo a cabo debía ser obediente y hacer exactamente lo que él me dijera. 

Tenía que aprender a ver como un cuervo. Dijo que mí boca y nariz iban a crecer entre mis ojos hasta dotarme de un pico fuerte. Dijo que los cuervos ven directamente de lado, y me ordenó volver la cabeza y mirarlo con un ojo. 

Dijo que si deseaba cambiar y mirar con el otro ojo, sacudiera el pico hacia abajo, y que ese movimiento me haría mirar con el otro ojo. Me ordenó alternar de uno a otro varias veces. 

Y entonces dijo que ya estaba listo para volar, y que el único modo de volar era que él me arrojase al aire. No tuve la menor dificultad en despertar la sensación correspondiente a cada una de sus órdenes. 

Percibí cómo me crecían patas de ave, débiles y vacilantes al principio. Sentí una cola salir de mi nuca y alas de mis pómulos. Las alas estaban profundamente plegadas. Las sentí brotar. 

El proceso era difícil pero no doloroso. Luego, parpadeando, reduje mi cabeza al tamaño de un cuervo. Pero el efecto más asombroso se llevó a cabo con mis ojos. 

¡Mi vista de pájaro! Cuando don Juan dirigió el crecimiento del pico, tuve una molesta sensación de falta de aire. Entonces brotó un bulto, creando un bloque frente a mí. Pero sólo cuando don Juan me indicó mirar lateralmente fueron mis ojos capaces de tener en realidad un panorama completo de lado. Podía yo cerrar un ojo y cambiar el enfoque al otro. 

Pero la visión del cuarto y de todos los objetos que había en él no era una visión ordinaria. Sin embargo, resultaba imposible decir en qué forma difería. Acaso estaba ladeada, o quizá las cosas se hallasen fuera de foco. 

Don Juan se hizo muy grande y resplandeciente. Algo en él era confortante y seguro. Luego las imágenes se borraron; perdieron sus contornos y se volvieron nítidos diseños abstractos que cintilaron un rato.


Domingo, 28 de marzo de 1965 


El jueves 18 de marzo fumé de nuevo la mezcla alucinógena; el procedimiento inicial varió en pequeños detalles. Tuve que volver a llenar una vez el cuenco de la pipa. 

Cuando terminé la primera dotación, don Juan me indicó limpiar el cuenco, pero él mismo virtió la mezcla, pues yo carecía de coordinación muscular. Me costaba mucho esfuerzo mover los brazos. 

Había en mi bolsa mezcla suficiente para una nueva carga. Don Juan miró la bolsa y dijo que aquélla era mi última prueba con el humito hasta el año siguiente, pues ya había agotado mis provisiones. 

Volvió del revés la bolsita y sacudió el polvo sobre el plato de las brasas. Ardió con un resplandor naranja, como si don Juan hubiera puesto sobre los carbones una lámina de material transparente. La lámina estalló en llamas, y luego se quebró en un intrincado diseño de líneas. 

Algo describía zigzags dentro de las líneas, a gran velocidad. Don Juan me dijo que mirara el movimiento en las líneas. Vi algo que parecía una canica pequeña rodando de un lado a otro en el área resplandeciente. 

Él se agachó, metió la mano en el resplandor, recogió la canica y la colocó en el cuenco de la pipa. Me ordenó dar una calada. Tuve la clara impresión de que había puesto la pequeña bola en la pipa para que yo la inhalase. En un momento, el cuarto perdió su posición horizontal. Experimenté un entumecimiento profundo, una sensación pesada.

Al despertar, yacía de espaldas en el fondo de una zanja de riego poca profunda, sumergido en agua hasta la barbilla. Alguien sostenía mi cabeza. Era don Juan. Mi primer pensamiento fue que el agua en la zanja tenía una calidad insólita: era fría y pesada. Me golpeaba suavemente y mis ideas se aclaraban a cada uno de sus movimientos. 

Al principio el agua tenía un halo o fluorescencia verde brillante que pronto se disolvió, dejando sólo una corriente de agua común. 

Pregunté la hora a don Juan. Dijo que era temprano por la mañana. Tras un rato, ya completamente despierto, salí del agua. 

-Debes decirme todo lo que viste -dijo don Juan cuando llegamos a su casa. 

También dijo que había estado tratando de "hacerme volver" durante tres días, y había tenido muchas dificultades al hacerlo. Hice muchos intentos de describir lo que había visto, pero no podía concentrarme. 

Más tarde, al anochecer, me sentí listo para hablar con don Juan y empecé a contarle lo que recordaba desde el momento en que caí de costado, pero él no quería oír de eso. Dijo que la única parte interesante era lo que vi e hice después de que él "me echó al aire y yo salí volando". 

Todo cuanto recordaba era una serie de imágenes o escenas oníricas. No tenían orden ni secuencia. Tuve la impresión de que cada una era como una burbuja aislada, que flotaba hasta quedar en foco y luego se alejaba. 

Sin embargo, no eran simplemente escenas para mirar. Yo estaba dentro de ellas. Tomaba parte de ellas. 

Cuando traté de evocarlas, tuve al principio la sensación de que eran destellos vagos, difusos, pero pensándolas me di cuenta de que cada una era extremadamente clara, aunque sin relación alguna con mi forma ordinaria de ver las cosas, de allí, la sensación de vaguedad. Las imágenes eran pocas y sencillas. 

Apenas don Juan mencionó haberme "echado al aire", tuve un leve recuerdo de una escena absolutamente clara en la cual yo lo miraba de lleno, desde alguna distancia. 

Miraba sólo su cara. Tenía un tamaño monumental. Era plana, con un resplandor intenso. Su cabello era amarillento y se movía. Cada parte de su rostro se movía por sí misma, proyectando una especie de luz ámbar. 

La siguiente imagen era una en que don Juan me aventaba, en una dirección recta hacia adelante. Recuerdo que “extendí mis alas y volé”. 

Me sentía solo, rasgando el aire, avanzando derecho, penosamente. Era más como caminar que como volar. Cansaba mi cuerpo. No había sentimiento de fluir libre, no había júbilo. 

Entonces recordé por un instante hallarme inmóvil, mirando una masa de filos agudos, oscuros, en un área que tenía una luz opaca y dolorosa; luego vi un campo con una variedad infinita de luces. Las luces se movían y parpadeaban y cambiaban su luminosidad. Eran casi como colores. Su intensidad me deslumbraba. 

En otro momento, había un objeto casi contra mi ojo. Era grueso y puntiagudo; tenía un definido brillo rosáceo. Sentí un temblor súbito en alguna parte del cuerpo y vi una multitud de formas rosadas similares venir hacia mí. Todas se me acercaban. Me alejé de un salto. 

La última escena que recordé fue de tres aves plateadas. Irradiaban una luz metálica, lustrosa, casi como acero inoxidable pero intensa y móvil y viva. Me gustaron. Volamos juntos. Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi relato.


Martes, 23 de marzo de 1965 


La siguiente conversación tuvo lugar al día siguiente, después del relato de mi experiencia. Don Juan dijo: 

-No se necesita gran cosa para volverse cuervo. Lo hiciste y ahora siempre lo serás. 

-¿Qué pasó después de que me volví cuervo, don Juan? ¿Volé durante tres días? 

-No; regresaste al caer la noche, como yo te había dicho. 

-Pero, ¿cómo regresé? 

-Estabas muy cansado y te dormiste. Eso es todo. 

-Quiero decir, ¿volé de regreso? 

-Ya te dije. Me obedeciste y regresaste a la casa. Pero no te preocupes por ese asunto. No tiene importancia. 

-¿Qué es importante, entonces? 

-En todo tu viaje hubo una sola cosa de gran valor: ¡los pájaros plateados! 

-¿Qué tenían de especial? Sólo eran pájaros 

-No. Eran cuervos. 

-¿Eran cuervos blancos, don Juan? 

-Las plumas negras del cuervo son en realidad plateadas. Los cuervos brillan tan fuerte que las demás aves no los molestan. 

-¿Por qué parecían plateadas sus plumas? 

Porque estabas viendo como cuervo. Un ave que nos parece oscura le parece blanca a un cuervo. Las palomas blancas, por ejemplo, son rosas o azuladas para un cuervo; las gaviotas son amarillas. 

Ahora, trata de recordar cómo te juntaste con ellos. Pensé en eso, pero los cuervos eran una imagen nebulosa, disociada, sin continuidad. Le dije que sólo podía recordar que sentí haber volado con ellos. 

Preguntó si me les había unido en el aire o en la tierra, pero yo no tenía modo de responder. Casi se enojó conmigo. Exigió que pensara en eso. Dijo: 

-Todo esto no vale nada, no es sino un sueño de loco, a menos que recuerdes correctamente. Me esforcé por hacer memoria, pero no pude. 


Sábado, 3 de abril de 1965 

Hoy pensé en otra imagen de mi "sueño" sobre los cuervos plateados. Recordé haber visto una masa oscura con miríadas de agujeros de alfiler. De hecho, la masa era un conglomerado de agujeritos, Ignoro por qué pensé que era blanda. 

Cuando estaba mirándola, tres aves volaron directamente hacia mi. Una de ellas hizo un ruido; luego las tres se hallaban junto a mí, en tierra, describí la imagen a don Juan. 

Me preguntó de que dirección habían venido las aves. Le dije que no me era posible determinarlo. Se impacientó bastante y me acusó de ser rígido en mi pensamiento. 

Dijo que muy bien podría recordar si trataba de hacerlo y que en realidad yo tenía miedo de volverme menos rígido. 

Dijo que yo estaba pensando en términos de hombres y cuervos y que no era ni hombre ni cuervo en el momento del que deseaba acordarme. Me pidió recordar lo que me había dicho el cuervo. Traté de pensar en ello, pero mi mente jugaba con veintenas de cosas ajenas al asunto. No podía concentrarme.


 Domingo, 4 de abril de 1965 


Hoy di una larga caminata. Ya había oscurecido bastante cuando llegué a la casa de don Juan. Iba pensando en los cuervos cuando de pronto un "pensamiento" muy extraño cruzó por mi mente. Era como una impresión o sentimiento, más que pensamiento. El ave que había hecho el ruido dijo que venían del norte e iban al sur, y cuando nos encontráramos de nuevo vendrían por el mismo camino. 

Conté a don Juan lo que había pensado, o quizá recordado. Él dijo: 

-No pienses si lo recordastes o lo inventastes. Esos pensamientos pertenecen sólo a los hombres, no a los cuervos, y menos aún a los cuervos que vistes, porque son los emisarios de tu destino. 

-Tú ya eres un cuervo -continuó- Nunca cambiarás eso. De ahora en adelante, los cuervos te señalarán con su vuelo cada vuelta de tu destino. 

-¿Hacia dónde volaste con ellos? 

-¡No podría saber eso, don Juan! 

-Si piensas como se debe, recordarás. Siéntate en el suelo y dime en qué posición estabas cuando las aves volaron a ti. Cierra los ojos y haz una raya en el suelo. 

Seguí su indicación y determiné el punto. 

-¡No abras todavía los ojos! -prosiguió: -¿Para dónde volaron todos en relación con ese punto? 

Hice otra marca en el piso. Tomando como referencia estos puntos de orientación, don Juan interpretó las diferentes pautas de vuelo que los cuervos observarían para predecir mi futuro personal o destino. 

Puse los cuatro puntos cardinales como eje del vuelo de los cuervos. Le pregunté si los cuervos siempre seguían los puntos cardinales para anunciar el destino de un hombre. 

Dijo que la orientación era sólo mía; lo que los cuervos hicieron en mi primera reunión con ellos tenía importancia crucial. Insistió en que recordara cada detalle, porque el mensaje y la pauta de los "emisarios" eran un asunto individual, personalizado. 

Había una cosa más de la cual me instaba a acordarme: la hora en que me dejaron los emisarios. Me pidió pensar en la diferencia de la luz a mi alrededor entre la hora en que "empecé a volar" y la hora en que las aves plateadas "volaron conmigo". 

Cuando tuve inicialmente la sensación de vuelo penoso, estaba oscuro. 

Pero cuando vi a las aves, todo se hallaba rojizo: rojo claro, o tal vez naranja. 

-Eso quiere decir que era casi el fin del día -dijo don Juan-; pero todavía no se había metido el sol. 

Cuando está todo oscuro, un cuervo se ciega de blancura y no de oscuridad, como nosotros de noche. Esta indicación de la hora quiere decir que tus emisarios finales vendrán al fin del día. Te llamarán, y al volar sobre tu cabeza se volverán blancos plateados; los verás brillar contra el cielo y eso querrá decir que llegó tu hora final. 

Querrá decir que te vas a morir y a volverte cuervo por última vez. 

-¿Y si los veo de mañana? 

-¡No los verás de mañana! 

-Pero los cuervos vuelan todo el día. 

-¡Tus emisarios, no, tonto! 

-¿Y sus emisarios, don Juan? 

-Los míos vendrán de mañana. También serán tres. 

Mi benefactor me dijo que, si uno no quiere morir, puede volverlos negros a gritos. Pero ahora sé que no vale la pena. Mi benefactor era dado a gritar y a todo el barullo y la violencia de la yerba del diablo. 

Yo sé que el humito es diferente porque no tiene pasión. Es justo. Cuando tus emisarios plateados lleguen por ti, no hay necesidad de gritarles. Vuela con ellos como ya lo hiciste. Después de haberte recogido darán media vuelta y los cuatro se irán volando. 


Sábado, 1 de abril de 1965 

Había estado experimentando breves destellos de disociación o estados superficiales de realidad no ordinaria. Un elemento de la experiencia alucinógena con los hongos recurría sin cesar en mis pensamientos: la masa de agujeritos blanda y oscura. 

Continué visualizándola como una burbuja de grasa o de aceite que empezaba a tirar de mí hacia su centro. Era casi como si el centro fuera a abrirse y a tragarme, y en momentos muy breves yo experimentaba algo semejante a un estado de realidad no ordinaria. 

Como resultado, sufría instantes de profunda agitación, angustia e incomodidad, y luchaba por poner fin a las experiencias apenas comenzaban. 

Hoy discutí esta condición con don Juan. Pedí consejo. Él no pareció preocuparse, y me indicó olvidarme de esas experiencias, porque carecían de significado o más bien de valor. 

Dijo que las únicas experiencias dignas de mi esfuerzo y atención serían aquéllas en los que viera un cuervo; cualquier otra clase de "visión" no sería sino el producto de mis temores. 

Me recordó una vez más que para usar el humito era necesario llevar una vida fuerte, calmada. En lo personal, yo parecía haber alcanzado un umbral peligroso. 

Le dije que me sentía incapaz de proseguir; había en los hongos algo verdaderamente aterrador. Al repasar las imágenes evocadas de mi experiencia alucinógena, yo había llegado a la conclusión inevitable de que había visto el mundo en una forma estructuralmente distinta de la visión ordinaria. 

En otros estados de realidad no ordinaria que había atravesado, las formas y los diseños que visualizaba se hallaban siempre dentro de los confines de mi concepción visual del mundo. Pero la sensación de ver bajo la influencia de la mezcla alucinógena de fumar no era la misma. 

Todo lo que veía estaba frente a mí en una línea directa de visión; nada había encima ni abajo de esa línea de visión. Cada imagen tenía una irritante planura, y sin embargo, desconcertantemente, una gran profundidad. 

Acaso seria más exacto decir que las imágenes eran un conglomerado de detalles increíblemente precisos colocados dentro de campos de luz diferente; la luz se movía en los campos, creando un efecto de rotación. 

Después de aguijarme y esforzarme por recordar, me hallé obligado a hacer una serie de analogías o símiles para "entender" lo que había "visto". 

El rostro de don Juan, por ejemplo, parecía como sumergido en el agua. El agua parecía moverse en un fluir continuo sobre la cara y el cabello, los amplificaba a tal grado que, cuando yo enfocaba mi visión, podía ver cada poro de la piel o cada cabello de la cabeza. 

Por otra parte, vi masas de materia planas y llenas de aristas, pero no se movían porque no había fluctuación en la luz proveniente de ellas. Pregunté a don Juan qué eran las cosas que vi. Dijo que, siendo ésta la primera vez que yo veía como cuervo, las imágenes no eran claras ni importantes, y que más tarde, con la práctica, me sería posible reconocerlo todo. 

Saqué a colación la diferencia que había notado en el movimiento de la luz. 

-Las cosas que están vivas -dijo él- se mueven por dentro y el cuervo puede ver con facilidad cuándo algo está muerto, o a punto de morir, porque el movimiento ya se paró o se va parando. Un cuervo sabe también cuando algo se mueve demasiado aprisa, y por lo mismo sabe cuando algo se mueve al paso justo.  

-¿Qué significa cuando algo se mueve demasiado aprisa, o al paso justo? 

-Significa que un cuervo sabe de hecho qué evitar y qué buscar. 

Cuando algo se mueve demasiado deprisa por dentro, quiere decir que está a punto de estallar con violencia, o de pegar el brinco, y un cuervo lo evita. 

Cuando se mueve por dentro al paso justo, es una vista placentera y el cuervo la busca. 

-¿Se mueven las rocas por dentro? 

-No, ni las rocas ni los animales muertos ni los árboles muertos pero es hermoso mirarlos. Por eso los cuervos andan por donde hay cadáveres. Les gusta mirarlos. Ninguna luz se mueve dentro de ellos. 

-Pero cuando la carne se pudre, ¿no cambia ni se mueve? 

-Sí, pero ese movimiento es distinto. Lo que el cuervo ve entonces son millones de cosas moviéndose dentro de la carne con luz propia, y eso es lo que le gusta ver. 

Verdaderamente es una vista inolvidable. 

-¿La ha visto usted, don Juan? 

-Cualquiera que aprenda a volverse cuervo la puede ver. Tú mismo la verás. En este punto hice a don. Juan la pregunta inevitable. 

-¿Me convertí realmente en cuervo? O mejor dicho, ¿habría pensado cualquiera, al verme, que era yo un cuervo común? 

-No. No puedes pensar así cuando tratas con el poder de los aliados. Esas preguntas no tienen sentido, y eso que volverse cuervo es lo más simple que hay. Es casi como travesura; tiene poca utilidad. Como ya te he dicho, el humito no es para los que buscan poder. Es sólo para quienes anhelan ver. 

Yo aprendí a volverme cuervo porque son las aves más efectivas de todas. Ninguna otra las molesta, a menos que sean águilas grandes y hambrientas, pero los cuervos vuelan en grupo y pueden defenderse. 

Tampoco los hombres molestan a los cuervos, y eso es importante, cualquiera puede distinguir un águila grande, sobre todo un águila fuera de lo común, o cualquier otra ave grande y fuera de lo común, pero, ¿a quién le interesa un cuervo? 

Un cuervo está seguro. Es ideal en tamaño y en naturaleza. Puede meterse donde sea sin llamar la atención. En cambio, volverse oso o león es posible, pero sale bastante peligroso. Una criatura de ésas es demasiado grande; se necesita demasiada energía para convertirse en ella. También puede uno volverse grillo, o lagartija, o hasta hormiga, pero eso es todavía más arriesgado, porque los animales grandes cazan a las criaturas pequeñas. 

Señalé que, según lo que él decía, uno se transformaba realmente en cuervo, o grillo, o cualquier otra cosa. Pero él insistió en que yo entendía mal. 

-Se necesita mucho tiempo para aprender a ser un cuervo cabal -dijo-. 

Pero tú no cambiaste, ni dejaste de ser hombre. Es otra cosa lo que pasa. 

-¿Puede usted decirme qué es la otra cosa, don Juan? 

-A lo mejor a estas alturas ya tú mismo lo sabes. Quizá si no tuvieras tanto miedo de volverte loco, o de perder tu cuerpo, entenderías este secreto maravilloso. Pero a lo mejor debes esperar a perder tu miedo para entender lo que quiero decir



[15] LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN. Diciembre 1964. DON JUAN PONE A ESCOGER ALIADO A CARLOS.

 



Don Juan me dio a entender que deseaba que yo me familiarizara lo más posible con la yerba del diablo. Esta posición era incongruente con su supuesto desagrado hacia la planta, pero él se explicó diciendo que era indispensable desarrollar un mejor conocimiento del poder de la yerba del diablo para entender el efecto del humito. 

Sugirió repetidamente que al menos debía yo probar la yerba del diablo una vez más con la brujería con las lagartijas. Di vueltas largo tiempo a la idea. La urgencia de don Juan creció continuamente hasta que me sentí obligado a tomar su demanda en serio.

Y un día resolví adivinar acerca de unos objetos robados. 


Lunes, 28 de diciembre de 1964 

El sábado 19 de diciembre corté la raíz de la datura. Esperé a que estuviera bastante oscuro para bailar alrededor de la planta. Preparé el extracto de raíz durante la noche y el domingo, a eso de las 6 de la mañana, fui al lugar de mi datura y me senté frente a la planta. 

Había anotado cuidadosamente las enseñanzas de don Juan relativas al procedimiento. Releyendo mis notas, vi que no tenía que moler allí las semillas. De alguna manera, el solo hecho de estar frente a la planta me producía un raro estado de estabilidad emocional, una claridad de pensamiento o un poder para concentrarme en mis acciones del que ordinariamente carezco. 

Seguí minuciosamente todas las instrucciones, calculando mi tiempo de modo que la pasta y la raíz estuvieran listas al atardecer. Sobre las 5 estaba ocupado en cazar un par de lagartijas. 

Durante hora y media probé cuanto método se me ocurrió, pero fracasé en cada intento. Sentado frente a la datura, trataba de descubrir un modo expedito de lograr mi propósito cuando de pronto recordé que a las lagartijas, según don Juan, había que hablarles. 

Al principio me sentí ridículo hablando a las lagartijas. Era como avergonzarse de hablar frente a un público. El sentimiento no tardó en desvanecerse, y seguí hablando. 

Era casi de noche. Alcé una roca. Debajo había una lagartija. Parecía hallarse entumida. La recogí. Y entonces vi otra lagartija, rígida debajo de otra roca. Ni siquiera se retorcieron. 

Coser el hocico y los ojos fue la tarea más difícil. Noté que don Juan había impartido a mis actos un sentido de irrevocabilidad. Su posición era que cuando uno empieza a actuar no hay modo de detenerse. Sin embargo, si yo hubiera querido parar, no había nada que me lo impidiese. 

La verdad era que no quería parar. Dejé libre una lagartija, y tomó una dirección más o menos hacia el noroeste: augurio de una experiencia buena, pero difícil. Até a mi hombro la otra lagartija y me embarré las sienes según lo prescrito. 

La lagartija estaba tiesa: por un momento pensé que había muerto, y don Juan nunca me había dicho qué hacer si eso ocurría. Pero sólo se hallaba entumida. Bebí la poción y esperé un rato. No sentí nada fuera de lo ordinario. 

Empecé a untarme la pasta a las sienes. La apliqué veinticinco veces. Luego, en forma enteramente mecánica, como distraído, la extendí repetidas veces sobre mi frente. 

Advertí el error y me limpié apresuradamente. Mi frente sudaba; me puse febril. Me aferraba una angustia intensa, ya que don Juan me había aconsejado enfáticamente no untarme la pasta en la frente. 

El miedo se convirtió en un sentimiento de soledad absoluta, el sentimiento del juicio final. Me hallaba allí solo. Si algo malo iba a pasarme, nadie había que me ayudara. Quise echar a correr. Tenía una alarmante sensación de indecisión, de no saber qué hacer. 

Un torrente de pensamientos irrumpió en mi mente, destellando con velocidad extraordinaria. Noté que eran pensamientos más bien extraños; es decir, extraños en el sentido de que parecían acudir en forma distinta de los pensamientos comunes. 

Conozco la manera en como pienso. Mis pensamientos tienen un orden definido que me es propio, y cualquier desviación resulta perceptible. Uno de los pensamientos ajenos versaba sobre una aseveración hecha por un autor. Era, recuerdo vagamente, más como una voz, o algo dicho al fondo, en alguna parte. Fue tan rápido que me sobresaltó. Hice una pausa para examinarlo, pero se volvió un pensamiento común. 

Me hallaba seguro de haber leído el aserto, pero no podía recordar el nombre del autor. De pronto me acordé de que era Alfred Kroeber. Entonces otro pensamiento ajeno brotó para "decir" que no era Kroeber, sino Georg Simmel, quien había hecho la aseveración. 

Insistí en que era Kroeber, y sin saber cómo me vi envuelto en una discusión conmigo mismo. Y olvidé mi sentimiento de perdición total, los párpados me pesaban como si hubiera tomado pastillas para dormir. 

Aunque nunca las he tomado, esa fue la imagen que acudió a mi mente. Me estaba quedando dormido. Quise ir a mi coche a acostarme, pero no podía moverme. Entonces, con bastante brusquedad, desperté, o mejor dicho, sentí claramente haber despertado. 

Mi primer pensamiento fue sobre la hora del día. Miré en torno. No me hallaba enfrente de la datura. Despreocupadamente acepté el hecho de que estaba viviendo otra experiencia adivinatoria. Eran las 12:35 en un reloj por encima de mi cabeza. Yo sabía que era por la tarde. 

Vi a un hombre joven con un rimero de papeles en las manos. Yo estaba tan cerca de él que casi lo tocaba. Veía pulsar las venas de su cuello y oía el latir rápido de su corazón. Absorto en lo que veía, no había tomado conciencia, hasta el momento, de la calidad de mis pensamientos. 

Entonces oí una "voz" en mi oído describiendo la escena, y me di cuenta de que la "voz" era el pensamiento ajeno en mi mente. Me concentré tanto en escuchar que la escena perdió para mí su interés visual. Oía la voz junto a mi oreja derecha, sobre el hombro, Literalmente creaba la escena al describirla. Pero obedecía mi voluntad, pues yo podía detenerla en cualquier momento y examinar a mi antojo los detalles de lo que decía. 

"Oí-vi" toda la secuencia de las acciones del joven. La voz seguía explicándolas en detalle, pero de algún modo la acción carecía de importancia. Lo extraordinario era la vocecita. 

Tres veces durante el curso de la experiencia quise volverme para ver quién hablaba. Traté de hacer girar mi cabeza totalmente hacia la derecha, o nada más de volverme inesperadamente para ver si había alguien allí. Pero cada vez que lo hacía, se nublaba mi visión. Pensé: "El motivo de que no pueda volverme es que la escena no está en el terreno de la realidad ordinaria." Y ese pensamiento era mío. Desde ese momento concentré mi atención sólo en la voz. Parecía venir de mi hombro. Era perfectamente clara, aunque pequeña. No era, sin embargo, una voz de niño ni una voz en falsete, sino la voz de un hombre en miniatura. Tampoco era mi voz. Supuse que hablaba en inglés. Cada vez que me proponía atrapar a la voz, se apagaba por entero o se hacía vaga y la escena palidecía. Pensé en un símil. 

La voz era como la imagen creada por partículas de polvo en las pestañas, o por los vasos sanguíneos en la córnea del ojo: una forma como gusano que puede verse mientras uno no la mira directamente, pero en el momento en que tratamos de mirarla se desliza fuera del panorama con el movimiento del ojo.

Me desinteresé por completo de la acción. Conforme escuchaba, la voz se hacía más compleja. Lo que yo tomaba por voz era más bien como algo que susurrara pensamientos a mi oído. Pero eso no era exacto. Algo estaba pensando por mí. Los pensamientos estaban fuera de mí mismo. Supe que era así porque podía retener al mismo tiempo mis propios pensamientos y los pensamientos del "otro". 

En cierto punto, la voz creaba escenas, actuadas por el joven, que nada tenían que ver con mi pregunta original sobre los objetos perdidos. El joven realizaba acciones muy complejas. La acción nuevamente había cobrado importancia y ya no presté atención a la voz. Empecé a perder la paciencia; quería detenerme. "¿Cómo puedo acabar con esto?", pensé. 

La voz en mi oído dijo que debía volver a la cañada. Pregunté cómo, y la voz respondió que pensara en mi planta. Pensé en mi planta. Solía sentarme frente a ella. Lo había hecho tantas veces que me fue bastante fácil visualizarlo. Creí que verla, como la vi en ese momento, era otra alucinación, ¡pero la voz dijo que yo había “vuelto”! 

Me esforcé por escuchar. Sólo había silencio: La datura frente a mí parecía tan real como todo lo demás que yo había visto, pero podía tocarla, podía moverme. 

Me levanté y caminé hacia mi coche. El esfuerzo me agotó; me senté cerrando los ojos. Estaba mareado y quería vomitar. Tenía un zumbido en las orejas. Algo resbaló sobre mi pecho. Era la lagartija. Recordé la admonición de don Juan acerca de liberarla. Regresé a la planta y desaté la lagartija. No quise ver si estaba muerta o viva. 

Rompí la olla de barro que contenía la pasta y la cubrí de tierra con los pies. Subí en mi coche y me quedé dormido. 


Jueves, 24 de diciembre de 1964 


Hoy narré toda la experiencia a don Juan. Como de costumbre, escuchó sin interrumpirme. Al final tuvimos el siguiente diálogo. 

-No te fue bien porque hiciste algo muy malo. 
-Lo sé. Fue un error estúpido, un accidente. 
-Con la yerba del diablo no hay accidentes. Te dije que la yerba te probaría hasta lo último. Una de dos: o eres muy fuerte, o de veras la yerba te quiere. El centro de la frente es sólo para los grandes brujos que saben manejar su poder. 
-¿Qué pasa cuando un hombre se pasa la pasta en la frente, don Juan. 
-A menos que el hombre sea un brujo de primera nunca vuelve del viaje. 
-¿Se ha frotado usted la pasta en la frente, don Juan? 
-¡Jamás! Mi benefactor me dijo que muy pocas personas vuelven de un viaje así. Uno podría quedarse ido meses enteros y tener que ser atendido por otros. Mi benefactor decía que las lagartijas pueden llevar a un hombre al fin del mundo y enseñarle los secretos más maravillosos, si así lo pide. 
-¿Conoce usted a alguien que haya emprendido ese viaje? 
-Sí, mi benefactor. Pero nunca me dijo cómo volvió. 
-¿Es tan difícil volver, don Juan? 
-Sí. Por eso lo que tú hiciste de veras me sorprende. No sabías el camino, y debemos seguir ciertos pasos, porque es en los pasos donde el hombre halla fuerza. Sin ellos no somos nada. Permanecimos horas en silencio. Él parecía sumergido en una meditación muy profunda.


Sábado, 26 de diciembre de 1964 


Don Juan me preguntó si había buscado a las lagartijas. Le dije que sí, pero que no pude hallarlas. Le pregunté qué habría pasado si una de las lagartijas hubiera muerto mientras yo la sostenía. 

Dijo que la muerte de una lagartija era un suceso infortunado. Si la lagartija del hocico cosido hubiera muerto en cualquier momento, no habría tenido objeto proseguir con la brujería. La muerte de esa lagartija también significaría que las lagartijas en general habían retirado su amistad, y yo tendría que abandonar el aprendizaje de los secretos de la yerba del diablo durante un buen tiempo. 

-¿Cuánto tiempo, don Juan? -pregunté. -Dos años o más. 
-¿Qué habría pasado si muere la otra lagartija? 
-Si muere la segunda lagartija, estás en verdadero peligro. Te quedas solo, sin guía. Si muere antes de que empieces la brujería, puedes suspenderla, pero entonces también tienes que dejar para siempre a la yerba del diablo. 

Si la lagartija muere estando en tu hombro, ya empezada la brujería, tendrías que seguir adelante, y eso es de veras la locura. 
-¿Por qué es la locura? 
-Porque en tales condiciones nada tiene sentido. Estás solo, sin guía, viendo cosas aterradoras, sin sentido. 
-¿Qué quiere usted decir con "cosas sin sentido"? 
-Cosas que venos por nosotros mismos. Cosas que vemos cuando no tenemos rumbo. 

Significa también que la yerba del diablo está tratando de librarse de ti, empujándote al abismo. 

-¿Conoce usted a alguien que haya experimentado eso? 
-Sí. A mi me pasó eso. Sin la sabiduría de las lagartijas, me volví loco. 
-¿Qué vio usted, don Juan? 
-Un montón de pendejadas. ¿Qué otra cosa habría podido ver si no tenía rumbo? 


Lunes, 28 de diciembre de 1964


 -Me dijo usted, don Juan, que la yerba del diablo prueba a los hombres. ¿A qué se refería usted? 
-La yerba del diablo es como una mujer, y como mujer halaga a los hombres. Les pone trampas a cada vuelta. Te puso una trampa forzándote a untarte la pasta en la frente. Y tratará de nuevo, y tú probablemente caerás. Te lo advierto. No la tomes con pasión; la yerba del diablo es sólo un camino a los secretos de un hombre de conocimiento, hay otros caminos. 

Pero su trampa es hacerte creer que el único camino es el suyo. Yo digo que es inútil desperdiciar la vida en un solo camino, sobre todo si ese camino no tiene corazón. 

-Pero, ¿cómo sabe usted cuándo no tiene corazón un camino, don Juan? 
-Antes de embarcarte en cualquier camino tienes que hacer la pregunta: ¿tiene corazón este camino? Si la respuesta es no, tú mismo lo sabrás, y deberás entonces escoger otro camino. 
-Pero ¿cómo sé de seguro si un camino tiene corazón o no? 
-Cualquiera puede saber eso. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando uno por fin se da cuenta de que ha tomado un camino sin corazón, el camino está ya a punto de matarlo. 

En esas circunstancias muy pocos hombres pueden pararse a considerar, y menos aún pueden dejar el camino. 

-¿Cómo debo proceder para hacer la pregunta apropiada, don Juan? 
-Pregunta nada más. 
-Lo que quiero decir es si hay un método indicado para que yo no me mienta a mí mismo y crea que la respuesta es sí cuando en realidad es no 
-¿Por qué habrías de mentir? 
-Tal vez porque en el momento el camino es agradable y me gusta. 
-Esas son tonterías. Un camino sin corazón nunca es disfrutable. Hay que trabajar duro tan sólo para tomarlo. En cambio, un camino con corazón es fácil: no te hace trabajar por tomarle gusto. 

Don Juan cambió de pronto el rumbo de la conversación y me enfrentó directamente con la idea de que me gustaba la yerba del diablo. Tuve que admitir que al menos sentía cierta inclinación hacia ella. 

Me preguntó cómo me sentía con respecto a su aliado, el humito, y tuve que decirle que la sola idea de tener que usarlo me asustaba hasta hacerme perder los sentidos. 
-Te he dicho que para escoger un camino debes estar libre de miedo y de ambición. 

Pero el humito te ciega de miedo y la yerba del diablo te ciega de ambición. 

Argüí que se necesitaba ambición para emprender cualquier camino, y que su aseveración de que había que estar libre de ambición carecía de sentido. 
Una persona tiene que tener ambición para poder aprender. 

-El deseo de aprender no es ambición -dijo-. El querer saber, es nuestro destino como hombres, pero convidar a la yerba del diablo es solicitar poder, y eso es ambición, porque no lo estás haciendo para saber. 

No dejes que la yerba del diablo te ciegue. Ya te tiene enganchado. Invita a los hombres y les da una sensación de poder; los hace sentirse capaces de hacer cosas que ningún hombre común puede. Pero esa es su trampa. Y, luego, el camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye. No se necesita gran cosa para morir, y buscar la muerte es no buscar nada.

En el mes de diciembre de 1964, don Juan y yo fuimos a recolectar las diversas plantas necesarias para hacer la mezcla de fumar. Era el cuarto ciclo. 

Don Juan se limitó a supervisar mis acciones. Me instaba a no precipitarme, a observar y deliberar antes de cortar cualquiera de las plantas. En cuanto los ingredientes fueron reunidos y almacenados, me sugirió que debía tener un nuevo encuentro con su aliado. 

Jueves, 31 de diciembre de 1964 

-Ahora que sabes un poco más sobre la yerba del diablo y el humito, puedes decir con más claridad a cuál de los dos prefieres -dijo don Juan. 

-En serio, el humito me da terror, don Juan. No sé exactamente por qué, pero no le tengo buen sentimiento.  
-Te gusta el halago, y la yerba del diablo te halaga igual que una mujer, te hace sentir bien. El humito, en cambio, es el poder más noble, el que tiene el corazón más puro. Ni incita a los hombres ni los aprisiona; ni ama ni odia, todo lo que requiere es fuerza. 

La yerba del diablo también requiere fuerza, pero distinta. Algo más parecido a ser ardiente con las mujeres. En cambio, la fuerza que el humito requiere es la fuerza del corazón. Él no es como la yerba del diablo, llena de pasiones, celos y violencias. 

El humito es constante. No tienes que preocuparte de que a lo mejor se te olvidó algo y te va a llevar la chingada.