AUTOR DEL BLOG DE LA UNIVERSIDAD DE DOGOMKA

Mi foto
El cielo me ha fascinado desde que tuve uso de razón. A los 13 años de edad realicé un trabajo sobre el Sistema Solar en la escuela y gané un premio, mi tía Paqui me obsequió con mi primer libro de astronomía, escrito por José Comás Solá, estudiando este libro, nació mi vocación por la astronomía. Cada noche salía al campo para identificar y conocer las estrellas, solía llevar conmigo unos binoculares y pasaba largas horas viendo el firmamento. Mi madre me regaló mi primer telescopio. Me formé como matemático y estudié complementos de astronomía posicional y astrofísica teórica, colaboré escribiendo artículos tanto en inglés como en español para tres revistas: «Sky and Telescope» (EE.UU.); «The Astronomer» (R.U.) y «Tribuna de Astronomía» (España) entre 1982 y 1988. Actualmente tengo 62 años y he realizado un posgrado sobre Historia de la Ciencia, su filosofía y lógica en la UNED y estoy prejubilado.

jueves, 13 de noviembre de 2025

[7] LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN. Enero de 1962. LA MEZCLA DE FUMAR.

 


Sábado, 27 de enero de 1962 


Apenas llegué a su casa esta mañana, don Juan me dijo que iba a enseñarme cómo se prepara la mezcla de fumar. Caminamos hasta los cerros y nos adentramos bastante por una de sus cañadas. Se detuvo junto a un arbusto alto y esbelto cuyo color contrastaba marcadamente con el de la vegetación circundante. El chaparral en torno era amarillento, pero el arbusto era verde brillante.

- De este arbolito debes tomar las hojas y las flores. El momento justo para cortarlas es el día de las ánimas -dijo-.

Sacó su cuchillo y tronchó la punta de una rama delgada. Eligió otra rama similar y también le tronchó la punta. Repitió esta operación hasta tener un puñado. Luego se sentó en el suelo.

-Mira -dijo-. Corté todas las ramas encima de la horqueta que hacen dos o más hojas y el tallo. ¿Ves? Todas son iguales. Nada más usé la punta de cada rama, donde las hojas están frescas y tiernas. Ahora hay que buscar un lugar sombreado.

Caminamos hasta que pareció hallar lo que buscaba. Sacó del bolsillo un largo cordel y lo ató al tronco y a las ramas bajas de dos arbustos, haciendo una especie de tendedero donde colgó de cabeza las puntas de rama. Las ordenó con pulcritud a lo largo del cordel; enganchadas por la horqueta entre las hojas y el tallo, parecían formar una larga fila de jinetes verdes.

-Hay que ver que las hojas se sequen en la sombra -dijo-. El sitio debe ser apartado y difícil de alcanzar. Así las hojas están protegidas Hay que dejarlas a secar en un sitio donde sea casi imposible encontrarlas. Después de que se secan, hay que ponerlas en un paquete y sellarlas.

Quitó las hojas del cordel y las tiró en los arbustos cercanos. Al parecer sólo había querido mostrarme el procedimiento.

Seguimos caminando y don Juan cortó tres flores distintas, diciendo que eran parte de los ingredientes y debían juntarse al mismo tiempo. Pero las flores se ponían en sendas vasijas de barro y se secaban en la oscuridad; había que poner una tapa en cada vasija para que las flores crearan moho dentro del recipiente. Dijo que la función de las hojas y las flores consistía en endulzar la mezcla del humito.

Salimos de la cañada y nos encaminamos al lecho del río. Tras un largo rodeo volvimos a su casa; En la noche estuvimos sentados hasta hora avanzada en su propio cuarto, cosa que rara vez me permitía, y me habló del ingrediente final de la mezcla: los hongos.

-El verdadero secreto de la mezcla está en los honguitos -dijo-. Son el ingrediente más difícil de juntar. El viaje al sitio donde crecen es largo y peligroso, y seleccionar los buenos es todavía más arriesgado. Hay otras clases de hongos que crecen allí mismo y que no sirven; echan a perder a los buenos si se secan juntos. Requiere tiempo conocer bien los hongos, para no cometer un error. Hay daño grave si se usan los que no son: daño para el hombre y para la pipa. Sé de hombres que cayeron muertos por usar el humo sucio.

"En cuanto los honguitos se cortan, se meten en un guaje, así que no hay modo de revisarlos. Ves, hay que deshebrarlos para hacerlos pasar por el cuello del guaje."

-¿Cómo se puede prevenir un error?

-Teniendo cuidado y sabiendo escoger. Te dije que es difícil. No cualquiera puede domar el humito; la mayoría de la gente ni siquiera hace el intento.

-¿Cuánto tiempo se dejan los hongos dentro del guaje?

-Un año. Todos los demás ingredientes también se sellan un año, Luego se miden por partes iguales y se muelen por separado, hasta que quede un polvo muy fino. Los honguitos no necesitan molerse porque ellos solos se convierten en polvo finito; nada más hay que desmoronar los trozos.

Cuatro partes de hongos se añaden a una parte de todos los demás ingredientes juntos. Luego se mezclan y se ponen en una bolsa como la mía -señaló el saquito colgado bajo su camisa.

-Entonces todos los ingredientes se juntan otra vez, y cuando se han puesto a secar ya estás listo para fumar la mezcla que acabas de preparar. En tu caso, fumarás el año entrante. Y el año después de ése, la mezcla será toda tuya porque la habrás juntado solo. La primera vez que fumes, yo te encenderé la pipa. Fumas toda la mezcla del cuenco y esperas. El humito vendrá. Lo sentirás. Te dará libertad de ver todo cuanto quieras ver. Hablando con propiedad, es un aliado sin rival. Pero quien lo busque debe tener una intención y voluntad irreprochables. Las necesita, porque si no tiene intención ni voluntad de volver, el humito no lo dejará. Y después, también, debe tener intención y voluntad de recordar lo que el humito le permita ver; de otro modo no será más que una mancha de niebla en su mente.


[3] COEVOLUCIÓN. DIEZ DÍAS PERDIDOS.

Los hombres viajan para maravillarse ante la altura de las montañas, ante las enormes olas del mar, ante el largo curso de los ríos, ante la inmensidad de los océanos, ante el movimiento circular de las estrellas,y pasan de largo sin maravillarse de sí mismos. (San Agustín)




PARTE   I   

Capítulo 1: Diez días perdidos

Antes me gustaba conducir largas distancias. Conducir es una de las pocas cosas que se me dan bien. Al decir esto, no pretendo presumir, sino simplemente informarles de que me siento muy cómodo al volante de un coche, de cualquier coche.

Por eso, no suelo prestar mucha atención a los aspectos técnicos en la conducción de un vehículo. Suelo distraerme un poco al volante. En algunos viajes, me ha resultado bastante aterrador darme cuenta de que he recorrido distancias considerables entre los puntos de referencia que recuerdo conscientemente. He descubierto que esto es más probable que ocurra si el viaje me resulta especialmente familiar.

Tras un estudio más profundo, ahora sé que no se trata de un fenómeno del todo infrecuente. Quizás usted mismo lo haya experimentado alguna vez. Si es así, intente imaginar una sensación similar prolongada durante diez días seguidos.

Esto les dará una idea de cómo me sentí al llegar a mi destino tras recorrer 200 kilómetros en coche. Auckland, una gran metrópolis en la región norte de mi país natal, Nueva Zelanda, era el destino de aquel viaje, mientras que mi punto de partida era un pequeño pero muy popular pueblo turístico llamado Rotorua.

Llevaba poco más de un año viviendo en Rotorua con mi familia, pero casi todo el resto de mi vida viví en Auckland o muy cerca de esa ciudad. El trayecto de Rotorua a Auckland debería haber durado tres horas como máximo, pero no fue así en ese viaje. El hecho de que diez días se hubieran escurrido durante este viaje fue algo que ni siquiera noté al principio, aunque no tardé en darme cuenta.

El motivo por el que realicé el viaje es una historia en sí misma, pues incluso si no hubiera ocurrido nada destacable en ese trayecto de 200 kilómetros, bastante familiar, habría sido un día que quedaría grabado para siempre en mi memoria.

En efecto, la segunda quincena de febrero de 1989 se convertiría para mí días de gran tristeza y, a la vez, de asombro. Aunque no lo sabía entonces, lo que estaba a punto de perder gané con  otra cosa.

Estoy seguro de que has tenido momentos en tu vida que desearías poder olvidar, o al menos no haber vivido. Para mí, el inicio de este viaje fue uno de esos momentos.

Me acababa de divorciar con quien había estado casado dieciséis años, aunque no fue idea mía. Mi estado de ánimo y mi perspectiva general de la vida estaban posiblemente en su peor momento. 

Recuerdo que cuando llegué a Auckland me sentía extremadamente cansado; el corazón me latía a mil por hora y tenía la boca seca. Si no supiera lo que me pasaba, ¡diría que acababa de correr una maratón! Como es comprensible dadas las circunstancias, ¡tenía un nudo en el estómago enorme!

Tenía la sensación de que esto no me estaba pasando realmente. Estuve como en trance durante un buen rato, y nada parecía del todo real, por difícil que sea explicarlo. Todo a mi alrededor parecía suceder a cámara lenta, pero eso era solo una parte. Cosas raras seguían ocurriendo incluso días después, como girar a la derecha en los cruces cuando debería haber girado a la izquierda.

Por eso me estaba perdiendo en la ciudad, un lugar donde había pasado la mayor parte de mi vida. Pequeñas cosas, como no saber con qué mano sujetar el cuchillo o el tenedor, y otras dificultades de coordinación, las atribuí al final a los efectos secundarios de mi divorcio. Esto duró bastante tiempo, y debo decir que todavía no lo recuerdo del todo bien. ¡Era como si me hubieran dado la vuelta por completo!

En medio de la confusión que me embargaba, hice el «pequeño» descubrimiento de que mediados de febrero pasó a ser finales de febrero. En un principio pensé que solo había perdido dos días. Salí de Rotorua un lunes, así que el día siguiente en Auckland debería haber sido martes. ¡Resultó que el día siguiente fue jueves! ¿Qué había pasado con el martes y el miércoles? 

Mientras investigaba este enigma, descubrí que ahora me encontraba en la última semana de febrero, lo cual era imposible, ¡ya que solo era mediados de febrero cuando salí de Rotorua el lunes, tres días antes! ¡Parecía que había perdido no solo el martes y el miércoles de una semana, sino también el martes y el miércoles de la semana anterior y todos los días siguientes! Esto no me sentó nada bien. 

Había oído hablar de este tipo de cosas, y normalmente significaba lo peor para el estado de ánimo de quienquiera que estuviera sufriendo por esos días perdidos. 

¿Pude haber pasado diez días vagando por el campo en una especie de estado de coma y durmiendo en el coche? Si no, ¿dónde me alojé? ¿Qué comí? Cuando llegué a Auckland, toda mi ropa estaba tal como la había guardado, pero ¿por qué habría de usar la misma ropa durante diez días en lugar de cambiarme y usar ropa limpia?

No podía explicar cómo me había alimentado durante esos diez días. Cuando salí de Rotorua llevaba 100 dólares en efectivo. De ellos, gasté 40 en gasolina y estoy seguro de que aún tenía los 60 restantes en el bolsillo al llegar a Auckland. 

¡No usé mi tarjeta bancaria! ¡Tampoco tenía barba de diez días! ¿Dónde había estado y qué había estado haciendo durante esos diez días? 

¿Por qué ya no distinguía la derecha de la izquierda? ¿Por qué el reloj del coche se había estropeado y por qué marcaba la misma hora que mi reloj de pulsera, que tampoco funcionaba? ¡Ambos se habían parado aproximadamente a las 10:30!

Otra cosa curiosa que me invadió en ese momento fue la necesidad de contactar con alguien, pero no tenía ni idea de quién podría ser. Esa sensación aún persiste. Estaba inquieto y no lograba tranquilizarme. Me sentía confundido e intranquilo porque parecía que no había respuestas a ninguna de mis preguntas.

Durante todo este tiempo, una frase en particular no dejaba de rondarme la cabeza: «un interés por el automovilismo». No sabía qué hacía ahí. Sin duda me interesa el automovilismo, pero ¿por qué tenía que recordármelo? ¿Acaso no tenía cosas más importantes en qué pensar?

En aquel entonces aún no había encontrado piso y me alojaba con amigos. Dormir era difícil y pasaba muchas noches en vela leyendo. Leía todo lo que caía en mis manos, incluso periódicos, y normalmente de principio a fin. 

Una noche, mientras buscaba anuncios de alquileres de viviendas en un semanario, me topé con una sección de anuncios de personas que buscan pareja o hacer amistad. 

Nunca antes había leído una de esas secciones y caí en la cuenta de que ahora era soltero y libre para buscar. «¿Por qué no?», pensé. 

Estaba hojeando las columnas cuando un anuncio en particular me llamó la atención. Decía: «Entre sus intereses se incluyen los deportes de motor...» Sentí una extraña sensación en el fondo. 

¡Tenía que responder! Y así fue como Gaewyn entró en mi vida. Si les dijera que tiene unos ojos enormes, azul cielo y que mide poco más de metro y medio, probablemente no les parecería gran cosa por ahora en este punto de mi relato, pero estoy seguro de que entenderás la conexión con el tiempo.


Encontrar un lugar donde vivir fue más difícil de lo que había pensado, y justo entonces, como si se compadeciera de mí, mi coche decidió que también iba a pasar por una mala racha. 

Los problemas ya habían empezado con el sistema de inyección de combustible incluso antes de terminar el viaje desde Rotorua. Tuve que solucionar ese problema rápidamente, pero durante las siguientes semanas aparecieron otros, principalmente con las juntas hidráulicas. 

Arreglaba una, solo para que volviera a fallar. Soy bastante bueno con las reparaciones mecánicas en circunstancias normales, pero en ese momento de mi vida no necesitaba el tipo de problemas constantes que parecía generar el coche, así que decidí venderlo. 

Resultó que este fue el primero de una larga serie de errores que cambiarían mi vida para siempre. Poco después de vender el coche, recibí una visita bastante misteriosa e inesperada de dos caballeros que afirmaban ser científicos del DSIR (Departamento de Investigación Científica e Industrial). 

Estaban haciendo averiguaciones sobre el vehículo que acababa de vender. Entre otras cosas, querían saber dónde había estado el coche —y yo— últimamente; si había sufrido algún accidente con un poste de luz o haber estado bajo campos eléctricos de alto voltaje; y si se le había realizado alguna soldadura electrónica recientemente.

Incluso querían saber si alguien había trabajado recientemente en el sistema de inyección de combustible. No paraban de preguntar. Decir que me sorprendieron sería quedarse corto, y solo pude responder que no a la mayoría de sus preguntas. 

Cuando finalmente recuperé la compostura lo suficiente como para preguntar por qué querían saber todo eso, su respuesta fue, cuanto menos, vaga. 

Un interesado les había pedido que lo investigaran, fue todo lo que me dijeron. Estos científicos del DSIR parecían muy ansiosos y bastante entusiasmados al principio.

Cuando no pude decirles nada que satisficiera su curiosidad, su actitud cambió notablemente, y no para bien. Me mostraron una foto, supuestamente de la placa del circuito de mezcla de aire y combustible de mi antiguo coche, pero era una imagen especular exacta de lo que debería haber llevado, o eso decían. 

La verdad es que me hizo reflexionar sobre todas las cosas extrañas que había estado experimentando durante las últimas semanas. Estaba a punto de comentárselo a estas visitas cuando algo en mi interior me detuvo. No, no era el momento, y estas no eran las personas con las que debía hablar de ello. 

Casi di un paso atrás mientras esta actitud desconcertante pero dominante se instalaba en mi cabeza. Así que seguí guardando silencio sobre los inusuales efectos secundarios que estaba experimentando, ¡por no mencionar mi reciente descubrimiento de que diez días se me habían escapado de las manos en un viaje de 200 kilómetros desde Rotorua! No puedo ofrecerles ninguna explicación lógica de por qué actué de esa manera con estos señores.

Se habían presentado tan rápido que es posible que entendiera mal o interpretara erróneamente a quién o qué representaban, pero lo dudo mucho. Uno de los dos hombres me mostró una tarjeta con el sello DSIR o un logotipo similar. En el reverso de su tarjetero de cuero había otra tarjeta con un sello o escudo muy impresionante. Decía algo así como "Real Instituto de Asuntos Internacionales", si mal no recuerdo. Desde entonces he descubierto que existe tal institución en Gran Bretaña.

En aquel momento me pregunté por qué un científico británico estaría tan interesado en mi coche. De hecho, supuse que era británico por la inscripción del Royal Institute en su tarjeta. Me costaba creer que un científico neozelandés, y mucho menos uno extranjero, se interesara por él.

Pensé entonces que quizá intercambiaban personal ocasionalmente para fines de investigación. Este hombre en particular hablaba con un marcado acento inglés de clase alta. Sin embargo, había algo en él que me resultaba desagradable, posiblemente por su tono casi condescendiente. No estoy seguro, pero esa sensación me duró mucho después de que se marcharan.

Desde entonces he descubierto que «científicos» eran probablemente lo último que eran estos señores. Sin embargo, seguiré refiriéndome a ellos así porque no encuentro otro nombre o descripción más apropiado. 

Estos dos científicos prometieron volver después de darme tiempo para recordar cualquier detalle del coche que pudiera haber olvidado con el tiempo. Me imaginaba teniendo que devolverle todo el dinero a mi comprador y recuperar el coche, pero ya lo había gastado en parte y no podía reponerlo. Si eso ocurriera, sería bastante vergonzoso.

Quizás exageré la forma en que estos supuestos científicos me interrogaban, pero decidí marcharme, aunque solo llevaba unas semanas en mi nuevo piso. Si tenía que mudarme, pensé que lo mejor era no dejar ninguna dirección de contacto y dificultar al máximo que alguien pudiera localizarme. 

¡Estaba huyendo, pero en realidad no sabía de qué! Sin embargo, estaba convencido de que nadie podría encontrarme a menos que yo quisiera.

Las vibraciones de aquel último encuentro y entrevista fueron distintas a todo lo que había experimentado antes. Parecía haber algo diferente en mi percepción de las cosas. Era como si pudiera ver a través de la cubierta que mis visitantes habían creado. 

Claro que, en aquel momento, no tenía ni idea de que fuera una cubierta. Siempre había sido una persona bastante confiada, así que esta nueva habilidad —o, mejor dicho, esta desconfianza instantánea— me resultó un poco desconcertante.

Esa sensación pareció estar más que justificada cuando, unas semanas después, para mi sorpresa, estos dos aparecieron nuevamente en mi puerta. Esta vez parecían aún más siniestros e  insistentes. No tengo ni idea de cómo me encontraron tan rápido, pero me inquietaba pensar que lo consiguieron.

Siendo un poco más directo esta vez (aunque estaba temblando de miedo todo el tiempo), les dije que no recordaba nada que pudiera añadir a nuestra conversación anterior y les pedí que me dejaran en paz. Me miraron extrañamente y a regañadientes, se marcharon.

Un día o dos después, estaba seguro de que habían entrado a robar en mi piso. Aunque aparentemente no se habían llevado nada de valor, faltaba un curioso mineral —uno de los dos que encontré en mi coche tras aquel larguísimo viaje desde Rotorua. No tenía ni idea de dónde habían salido, ya que no recordaba haberlos comprado. Eran piritas, con forma de cubo y de color dorado conocida como el «oro de los tontos». Ambas tenían la misma forma, ¡y no me refiero a una forma similar, sino exactamente igual! La única diferencia era que una era el doble de grande que la otra. La más grande medía aproximadamente una pulgada  (2,5 centímetros) . Digo «medía» porque ahora ya no la tengo.

Al mirar con más detenimiento, me di cuenta de que me faltaban algunos papeles. Entre ellos había algunos bocetos y garabatos que había estado haciendo últimamente. Me invadió una inquietud y una vez más decidí intentar mudarme pero esta vez, para no dejar rastro, fui muy selectivo a quién informaba de mi paradero. 

Cambié de coche y usé la dirección postal de un amigo siempre que fue posible, intentando despistarlos. Creo que debería mencionar en este punto que desde entonces he leído sobre los misteriosos «hombres de negro» que, según se dice, aparecen con frecuencia tras avistamientos de ovnis o sucesos similares, y debo decir que estos individuos no parecían encajar del todo. Sin embargo, estoy abierto a que me corrijan en este punto.

La mudanza pareció haber funcionado esta vez. Pasaron las semanas y estos hombres misteriosos no regresaron. Algún que otro amigo me comentaba de vez en cuando que alguien había llamado para preguntar por mi paradero, pero quienes llamaban nunca se identificaban ni explicaban el motivo de su visita. Parecía que un problema estaba resuelto.

Para entonces, estaba experimentando extrañas intrusiones de otro tipo: un sueño recurrente que no desaparecía. Desde niño, ningún sueño tan persistente me había atormentado. 

En el contexto de esta historia, aún no había descubierto que no existen las coincidencias.

No estoy seguro de cuántos días habían transcurrido desde mi regreso a Auckland, pero no fue tanto el sueño como los persistentes dolores de cabeza nocturnos lo que me alertó de que algo sucedía y que no estaba bien. Cuando estos dolores de cabeza me despertaban, siempre estaba a mitad del mismo sueño.

Las noches pasaban, pero lo mismo seguía ocurriendo. Finalmente, intrigado por el mensaje que parecía contener el sueño, y con la constante y vívida realidad de todo ello haciéndome sentir como si realmente estuviera allí, viviendo en ese «otro» mundo, dispuse una libreta junto a mi cama.

Al despertarme en mitad de la noche, anotaba las partes del sueño que recordaba. Al principio me divertía, pero con el tiempo empezó a afectarme negativamente. 

Me invadía una gran soledad. Estaba tan intranquilo e incómodo por las noches que al final le pregunté a Bob, el amigo con quien me alojé al llegar de Rotorua, si podía volver a aprovechar su hospitalidad unos días, con la esperanza de que su compañía me distrajera de esa sensación hasta que desapareciera.

Esto funcionó hasta cierto punto, pero el sueño persistía. Bob y su familia, por supuesto, no tenían ni idea de lo que realmente me estaba pasando. ¿Cómo iban a saberlo? ¡Ni siquiera yo lo entendía del todo! Creo que estaban bastante preocupados, y yo no sabía cómo tranquilizarlos.

Mientras tanto, de vuelta en la habitación, había acumulado una buena pila de garabatos de mis episodios nocturnos. Entonces, una noche, de repente, recibí un nuevo mensaje importante que puso fin a esta secuencia de sueños. Después de esto, no volví a soñar, o al menos no tuve ninguno que pudiera decir que estuviera directamente relacionado con esta experiencia.

Sentí que por fin era libre (al menos por la noche lo era), pero seguían ocurriendo cosas extrañas en la realidad de cada día. Si decidía usar un reloj de pulsera, su batería se agotaba en pocas semanas. (Esto seguía ocurriendo, aunque en menor medida, incluso en 1993). En aquel entonces, no soportaba usar nada metálico en contacto con la piel, ya que solía provocarme sarpullidos.

Para entonces, me di cuenta de que había perdido diez días de mi vida en algún lugar entre Rotorua y Auckland, pero eso no significaba que supiera nada de lo que pudo haber ocurrido durante ese tiempo. Tenía la clara sensación de que algo andaba muy mal, tanto física como mentalmente. Un análisis médico posterior indicó que no había nada anormal, salvo que tenía un grupo sanguíneo ligeramente inusual.

Esto no me tranquilizó, así que le pregunté a Bob si podía transferirle la propiedad de uno de mis coches, para que, si algo me sucediera, pudiera asegurarse de que el dinero de la venta fuera para mi hijo adolescente en Rotorua. 

Había razones para ello que no detallaré aquí, pero, pensándolo bien, entiendo que esto pudo haberles preocupado aún más a Bob y a su esposa. Les pido disculpas a ambos por cualquier preocupación que les haya causado en aquellos días.

En casa, estuve dándole vueltas a mis apuntes del sueño, intentando darles sentido. Había algunas pistas que parecían relacionarlo con esos diez días perdidos, pero aún estaba lejos de atar todos los cabos. Como con todos los sueños, la historia era errática y me costaba encontrar un tema común y coherente.

Poco después, mientras repasaba y reescribía mis apuntes, sucedió algo muy extraño. Era como si alguien más guiara el bolígrafo: los huecos empezaron a llenarse; la historia comenzó a fluir y a tener sentido. ¡Apenas podía creer lo que estaba escribiendo!

Así es como creo que comenzó mi aventura...





[6] LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN. Diciembre de 1961.TRATANDO CON LA DATURA.

 


Martes, 26 de diciembre de 1961 

El tiempo específico de replantar el "brote", como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal. Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en silencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la primera parte.

-Es tiempo de devolver la yerba a la tierra -dijo de pronto-. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepararla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño. 

Entró en su cuarto y sacó tres bultos de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento. Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto. La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí. 

-Esta parte es para la cabeza -dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas. 

-Ésta es para el corazón -dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. 

Luego, con lentitud y paciencia, talló la forma de un hombre. La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar. 

Don Juan se levantó y fue hasta un agave azul que crecía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. 

Él la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. 

Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. 

Usó de nuevo los dientes y jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral. 

Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido. Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y estuvimos un rato más sentados en el zaguán. 

Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera. Cortó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. 

Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados. 

Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra- Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. 

Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los pedazos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura. 

-Voy a prepararlos sólo para ti -dijo. 

-¿Qué clase de preparación es, don Juan? 

-Uno de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. 

Los pedazos vienen de un metro de hondo. Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo, cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se hallaba absorto en su tarea. 

Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. 

Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conservaban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes. 

Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. 

Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la piel del anular. 

Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nuevamente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre. El brazo se me adormeció. 

Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opresiva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. 

Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura. Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. 

Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar. 

La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóviles, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento llevaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla. 

Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. Él sacó su cuchillo y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió. 

Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando terminamos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.

Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como un alambre. 

El calor había sellado el pegamento y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figurilla tenía un acabado brillante, extraño.

Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que tenía él mismo. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave. 

-Mete tu "imagen" en el morral y ciérralo -dijo

No me miraba y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro. 

Caminó hasta mi coche, me quitó la red de las manos y la ató a la tapa abierta del compartimiento de guantes. 

-Ven conmigo -dijo. 

Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo completo en el sentido de las manecillas del reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria, regresando otra vez al zaguán. 

Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó. Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo: 

-¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse. Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar. Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio. Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. 

El frasco contenía una pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra.

-¿Por qué no tiene tierra? -pregunté. 

-No todas las tierras son la misma y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que vivirá y crecerá. 

Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos. 

-¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? -pregunté. 

-¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto. 

-¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto? 

-Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes molestarla más. 

Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla. 

-¿Por qué no? -Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. 

Pero, eso sí, demuéstrale que te preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos seguros de que te quiere. 

-Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice.

-¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera! 

-¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan? 

-¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimentar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo para aprender. 

-¿Dónde piensa usted que debo replantarla? 

-¡Eso es para que tú solo lo decidas! ¡Y nadie debe saber el lugar, ni siquiera yo! Así es como hay que replantar. Nadie, pero nadie, puede saber dónde está tu planta. 

Si un extraño te sigue, o te ve, toma el brote y corre para otro lado. Cualquiera podría causarte un daño como no te imaginas con sólo manosear el brote. Podría lisiarte o matarte. 

Por eso ni siquiera yo debo saber dónde está tu planta. Me alargó el frasquito con el brote. 

-Agárralo ya. Lo tomé. Entonces me llevó casi a rastras a mi coche. 

-Ahora debes irte. Ve y escoge el sitio donde replantarás el brote. Escarba un agujero hondo en tierra blanda, junto a un lugar con agua. 

Acuérdate: tiene que estar cerca del agua para crecer. Haz el agujero con las puras manos, aunque sangren. Pon el brote en el centro del agujero y haz un pilón alrededor, Luego remójalo con agua. 

Cuando el agua se hunda, llena el hoyo con tierra blanda. Después escoge un sitio a dos pasos del brote, en esa dirección (señaló hacia el sureste). 

Haz allí otro agujero hondo, también con las manos, y tira en él lo que hay en la olla. Luego quiebra la olla y entiérrala hondo en otro lugar, lejos del sitio donde está tu brote. 

Cuando hayas enterrado la olla, regresa con tu brote y riégalo otra vez. Entonces saca tu imagen, sostenla entre los dedos donde está la cortada y, parad; en el sitio donde enterraste la cola, toca apenas el brote con la punta de la aguja. 

Da tres vueltas al brote, parándote cada vez en el mismo sitio a tocarlo. 

-¿Tengo que seguir una dirección específica al dar vueltas a la raíz? 

-Cualquier dirección- es buena. Pero debes siempre recordar en qué dirección enterraste la cola y qué dirección tomaste al rodear el brote. 

Toca apenitas el brote con la punta todas las veces menos la última: entonces la clavas hondo. Pero hazlo con cuidado; arrodíllate para afirmar la mano, porque no debes romper la punta dentro del brote. 

Si la rompes, estás acabado. La raíz no te servirá de nada. 

-¿Tengo que decir algo mientras doy la vuelta al brote? -No, eso lo haré yo por ti.